El viernes pasé por tu escuela, me dijo un amigo hace ya muchos años, vi una ambulancia llevándose un cuerpo. ¿Quién se murió? Yo le dije que me estaba mintiendo; aunque no había ido el viernes a la escuela, si alguien hubiera muerto, le dije, yo lo sabría. Lo sabría todo el mundo.
El domingo encendí como por casualidad mi celular. En uno de los grupos acababan de avisarnos que uno de mis compañeros había tenido un accidente en la escuela durante la mañana del viernes.
Tenía muerte cerebral.
***
Volví el lunes a la escuela, mirando las caras de todos, buscando algún indicio de que el mensaje que recibí había sido una broma. Pensé que si fuera verdad, mis compañeros estarían devastados por la muerte de uno de nosotros. Pensé que llegaría a una escuela muda, abatida, sin saber muy bien cómo orientarse en sus clases o su construcción, como si los pasillos de pronto se desorientaran por la noticia y nos llevaran a ningún sitio intentando evitar la banca del que perdimos. En cambio, mi grupo parecía una fotografía, un fantasma traído de ese pasado que a mí ya me parecía inconcebible. Actuaban como una continuación del jueves, el último día que los había visto. Como si Eduardo no se hubiera muerto.
A cada oportunidad, los oía reírse. Cuando un profesor nos dijo que caminarnos con cuidado, que no diéramos pasos en falso, mis compañeros dijeron: Al menos no volaremos por los aires. Cuando yo les hablé de sentir un vacío, de que no me sentía como antes, ¿cómo era posible sentirse así?, ellos refirieron que los profesores se lo brincaban de la lista: ¡Sigue dando saltos!, dijo uno de ellos entre carcajadas. ¡Qué rápido desaparecemos! Varios se rieron. Su humor era seco, como si, en lugar de reírse para liberar la tensión, rieran porque no tenían ninguna, reían no de un modo indiferente sino resignado de antemano, desde hace ya mucho tiempo, como si ya hubiesen guardado luto por todo y ya ni hiciera falta llorar por nada.
Al regresar a casa, pensé una y otra vez en lo que pensaría Eduardo si supiera que se estaban riendo de su muerte mientras su madre espera a desconectarlo y donar sus órganos. Los imagino riendo secamente mientras veo las charolas de recolección: ¿No te moriste?, le preguntan a un cuerpo ya sin órganos. Y nada cambia. Él vuelve a su sitio, vacío, sin saber en dónde está. El duelo, la vida o la muerte, todo eso y cualquier cosa, de pronto parecen no significar nada más que un ruido seco en el fondo de su garganta. Al final es eso lo único que le dejan.
***
La prefecta me contó, años después: Hablé con él. Lo vi en el suelo mientras la psicóloga llamaba al 911. Él me dijo algunas cosas, aclaró. Recordaba su nombre y que estaba en la escuela, pero no por qué estaba ahí. ¿Sabes por cómo te llamas? Y él le dijo su nombre. ¿Sabes dónde estás? En la escuela, dijo. ¿Sabes por qué estás aquí?, le preguntó la prefecta. Fue esa la primera vez que él se quedó mudo. En mi imaginación, él regresa como un fantasma. Me pregunto si entonces, al volver, habría sabido responder por qué estaba ahí.
No dejo de imaginarlo regresando.
***
Pienso a dónde fueron a parar sus órganos. “Ahí” se volvió muchas partes. Su cuerpo vive en el interior de otros. Fue un donante sin nombre y sin rostro, un alma caritativa cuya buena voluntad trascendió su vida, empapando su propia carne de buenas esperanzas, de un futuro cuyo destino él no conoció. Me pregunto si alguna vez sus pensamientos fueron a parar a ese lugar: a la idea de donar su propio cuerpo. Descubro con sorpresa que yo no. Nunca he pensado a dónde quiero que vaya mi corazón, si es que todavía sirve cuando muera. Mis ojos… ¿Quiero que mis ojos sigan viendo cuando yo ya no esté? ¿Recordarán mis ojos mi forma de mirar? Son puras tonterías que me pregunto porque aún no sé a dónde me gustaría ir cuando me vaya.
***
Eduardo dejó una mancha de sangre en las escaleras. No tan grande como en las películas, oí que le dijo la prefecta a uno de los maestros. Y yo busqué y busqué, al subirlas aquellos días. Buscaba el sitio exacto. Casi al llegar al tercer piso, me pregunté a dónde iba. Por qué estaba ahí.
Como tantas otras veces, pensé que odiaba subir hasta el tercer piso porque cada vez que miraba hacia abajo sentía el impulso de lanzarme y caer con estrépito.
***
Recuerdo el Teatro Degollado. Tocaban una melodía de Tchaikovski. Mi hermana me llevó cuando cumplí quince. Fue mi primera vez en el Degollado. Había soñado tanto con ir. Cuando nos sentamos en los asientos de hasta arriba, recuerdo haber descubierto, con horror, que no podía prestar atención a la música. Aquello nunca me había pasado.
Uno de mis maestros de música me explicó que el ruido y la música se procesan en partes distintas del cerebro, aunque los músicos a veces meten ruido en sus melodías, como el sonido de un trueno o el viento. Recuerdo. No escucho otra cosa que ruido mientras la orquesta toca. Era un ruido molesto que me invitaba a asomarme hasta el filo del balcón. Era un ruido que me invitaba a sentir el viento de la caída para librarme, con la velocidad, de la turbulencia que no podría atraparme mientras caía. Me imaginé golpeando los asientos. No pensé en morirme. Fue una imagen carente de propósito suicida. Solo quería que el ruido se fuera y quería saber qué se sentía golpear los asientos en silencio. Una imagen seca. Luego regresaría a mi asiento, arriba, como si nada hubiera pasado, regresaría de mi propia muerte como lo hace un turista que sólo quiere tomarse un par de fotos para publicarlas en su Facebook, así me imaginé. Pensándolo bien, si me hubiese lanzado la música habría parado realmente. No sólo para mí. Para todos. La orquesta no dejaría que la música tocara mi cadáver.
Yo había visto a la prefecta angustiada, varias veces; no había sido la primera vez que Eduardo decidió saltarse las escaleras. Varias veces le advirtió: Por favor, no lo hagas. ¿No ves que puedes caerte? Él le contestaba que no, y ella negaba con la cabeza una y otra vez como intentando decirle que un día se podría caer mal, como si fuera un oráculo e intuyera su futuro.
Eduardo me mostraba mi futuro, también. Todo dependía de mí.
***
Igual que aquel salto imaginario en el Degollado, me imagino zambulléndome en la mente de mis compañeros, intentando averiguar por qué reían así, con esa risa seca que jamás había oído y que de pronto, siento, ha expandido la memoria de mi dolor. Ha remplazado el aire. Ahora ya no sólo recordaré el Degollado, o los terceros pisos: ahora también los recordaré a ellos cuando quiera saltar; eso pensaba entonces, cuando no los comprendía aún, cuando era tan joven que no me detenía a pensar en morir. Pensaba en eso mientras recordaba las risas de mis compañeros, que se burlaron de Eduardo, y sentía que ya me había quedado vacío.
A lo mejor esa risa sorda se había vuelto ruido de fondo y en ese momento no podía escuchar otra cosa. A lo mejor sólo buscaba excusas para saltar.
***
Una compañera me había llamado el viernes, pero yo no había atendido su llamada porque tenía el celular apagado. Cuando le pregunté qué era lo que quería decirme, solo me dijo que ya no tenía caso. Que era demasiado tarde.
Todos llegamos demasiado tarde.
Oí a la prefecta, casi al punto del llanto, diciéndole a alguien de la familia de Eduardo que escuchó el sonido de algo rompiéndose. Un sonido seco, dijo. Luego subió y encontró al chico tirado en las escaleras. Ella se quedó seca de la garganta, sin saber qué decir. Cuando llamaron a la ambulancia, se quedó sin consuelo para darle a la madre.
En esos días, la escuché gritando en los pasillos. Estaba histérica. Jamás la había oído así. Les gritaba a otros dos compañeros. Luego de la última clase que habíamos tenido, salieron a correr por los pasillos y saltar por las escaleras, persiguiéndose como si huyeran del ruido que me persigue a mí también. ¿No ven lo que le pasó a su compañero?, les preguntó, furiosa. Era como una madre que aparta a su propio hijo de la calle luego de que casi lo atropellen. Ellos se quedaron en silencio mientras seguían gritándoles como nunca. Pensé que así debió sonar la madre de mi compañero. Aquél desconsuelo parecía primario, universal. No puedo cargar también con la responsabilidad de ustedes, les dijo, y así de pronto, con una sola palabra, comprendí que ella se sentía responsable de lo que había pasado hace días.
Aquellos días mi cabeza dolía como si todos los ruidos del mundo se hubieran congregado en mi cabeza.
La música suele calmarme, pero igual que aquel día en el Degollado, solo escuchaba ruido.
***
Eduardo era tan callado, tan invisible. Ni siquiera luego de morir lo pude pensar como amigo. Nunca me gustó su forma de colgarse mil collares, ni sus pulseras ocultas bajo el suéter, ni el cabello que la prefecta siempre le pedía que se cortara porque era largo solo para sentir el viento mientras saltaba. Nunca me identifiqué con él, sino hasta ahora, que podría ser su padre y la sensación de saltar ha regresado a mi vida.
Extraño saber en dónde estoy y por qué estoy ahí. Al intentar recordarlo, su nombre no me dice nada, es ruido de fondo hasta que sé que murió, y de pronto, como si me olvidara de saltar, como si mi propia muerte pudiera postergarse, como si el barandal del tercer piso y del Degollado ardieran en mis manos, evitando mi caída, recuerdo su rostro y su silencio, su invisibilidad veloz, la alegría con la que saltó hasta el último momento, él apareció frente a mis ojos como un fantasma, apareció, también, ya sin órganos, apareció como si nada hubiera pasado, entonces la música regresó a mis oídos, la orquesta volvió a sonar a Tchaikovski, sonando frenética.
Veo a mis compañeros, tocando. No puedo detenerme. Estoy abajo, entre los músicos. La música de mis recuerdos llega a mí, gracias a mis dedos, perdida y temerosa como unas últimas palabras, y yo comienzo a llorar.
***
La madre soñó la muerte de su hijo. Soñó cada paso con exactitud. Alzó la frente sabiendo que había recibido la oportunidad única de prepararse para estar ahí con él. Le dijo a la prefecta, cuando ésta le habló presa de la angustia: Yo ya había soñado que mi hijo iba a pasar por esto. Cosa por cosa, lo que soñé está pasando. Yo sé lo que va a pasar. Yo sabía para qué me llamaban cuando me llamaron, por eso me tardé en responder. No quería que lo hicieran realidad. La señora había querido que todo el grupo la escucháramos. Se lo dijo frente a todos, porque, según ella, merecíamos saberlo. Por él.
La donación no fue anónima, como yo pensé. Fueron tres los receptores de los órganos. Uno de ellos, una niña pequeña, le escribió a la madre, presa de la euforia: Él es mi héroe, señora. Es el más grande héroe que haya tenido en la vida. Vida… No sé si mi hijo debía irse tan pronto, pero quizá su papel en esta vida fue dar vida a otros. A lo mejor ahora es cuando está cumpliendo lo que le correspondía. Sé que mi hijo vivirá en tres cuerpos. ¿Para qué lo quiero yo en una cama?, dijo la señora cuando le dieron a elegir si mantenerlo vivo artificialmente o desconectarlo. Mi hijo no se habría quedado acostado así, todo el tiempo. No querría esa vida. Su esposo se desmoronó, él no pudo hacer lo que era necesario frente a la muerte de su hijo. Yo debía estar preparada, dijo la madre.
La prefecta lloró hasta que sus lágrimas calmaron su ánimo. Yo no sé qué habría hecho en su lugar; es una mujer muy valiente, me dijo cuando volví a verla, luego de una de mis presentaciones. Pienso en las lágrimas que derramé por desesperación y veo frente a mí una clase distinta de llanto. Hay tristeza, sí, pero también alivio. Admiración. Contemplamos algo que se parece a un milagro de sangre: ha costado una vida salvar otras tres, pero la salvación casi nunca es gratuita.
Qué terrible la clarividencia de una madre que presencia por segunda vez el velorio de su hijo: primero en sus sueños y luego en la realidad. Qué terrible ver una vida completa. A diferencia de las historias de ficción, solo los más desafortunados llegan desde el principio y se quedan después del final. La esperanza en el futuro se nutre de nuestro desconocimiento de alguna de las partes. Saberlo todo nos lo quita todo. ¿Todas las madres tienen el poder de ver en sueños el momento cuando su estirpe se extingue? Quizá ése es el secreto mejor guardado de la humanidad: el futuro solo es visible para aquellas que trajeron al mundo una vida cuando la muerte está por transparentarla. ¿Cómo hace una madre para afrontar tan firme y tan pronto el arrebato del mundo de su creación? La madre no tiene tiempo para la lividez. Es necesario que mantenga en su hacer el mismo rigor del cuerpo que despide. Un último cuidado es necesario: incluso la muerte se hace visible con tal de que nuestra madre esté lista, íntegra para darnos con ternura las últimas buenas noches. Cuando se aproxime el fin del mundo, nuestras madres tendrán una visión. En el último día del mundo nos llamarán desde temprano para pasar la mañana con nosotros. Nos invitarán el desayuno, nos preguntarán si hemos tenido una buena vida y no nos dirán nada mientras el mundo se destruye detrás de nosotros.
Cuando la prefecta se disponía a terminar la conversación con la madre del chico, la señora se despidió de todos, diciendo: Yo sé que algo o alguien me mostró el futuro para que estuviera lista, vivirlo de antemano para no sufrir todo lo que habría podido sufrir si no lo hubiera visto venir. Pero lo vi, y no iba a dejar que mi hijo siguiera sufriendo.
Me tomó un rato comprender que ella, igual que la madre, pensaba que él ya había hecho suficiente. Órganos en plena juventud, dijo la maestra cuya clase interrumpió la señora, al hablar con nosotros. Él estaba sano, estaba joven. No sólo va a salvar sus vidas de la muerte, los va a mantener así por mucho tiempo, dijo. Ella también lloraba. Mis compañeros comenzaron a llorar. Todos lo hacían como si lloraran por última vez en sus vidas. Yo, junto a ellos, debí parecer tan frío y distante. Mis ojos estaban secos. Los demás me miraron extrañados. ¿Por qué no lloras?, parecían preguntarme. Y si no lo hacían, yo no pude evitar ver la pregunta en sus rostros.
Todos lloramos, pero no todos nos vemos llorar.
Pienso en el cuerpo ya sin órganos, tomando de la mano a la niña. La imagen me repele, pero no puedo apartar mis ojos. La niña sostiene la carta que dará a la madre. La imagino sonriendo. La niña se ha unido a él en mi mente como si juntos crearan un nuevo significado. Ya no creo poder recordar a Eduardo sin ella. No sé qué significa imaginarlos así, como si juntos fueran una sola cosa. Ellos jamás se conocieron, pero mi mente los reúne con facilidad. Quizá de eso se trate todo esto.
Me aterra mirar la imagen lo suficiente para comprender por qué la sigo viendo, pero sonrío tranquilo al imaginarlos sentados uno junto al otro. Él desde una banca de la escuela, ella, sentada en la cama del hospital. Los dos están en silencio. De algún modo se dan la mano, rompiendo al espacio mismo. Nada puede separarlos.
Ambos le sonríen quedamente a la muerte.
***
En este gran teatro lleno de vacío, la música resuena en todos lados, vibrante y viva. No puedo creer que alguna vez haya pensado en Eduardo como alguien invisible, mudo, aunque era tan feliz y tan joven.
Solo hasta ahora comprendo que él también hacía música.