A veces quieres escribir y acabas leyendo, aunque leer se parezca a ese ritual de las bodas, en el que los amigos corren unidos de las manos debajo del arco que forman los novios (sobre un par de sillas, también sujetos de las manos), esperando no estar cerca cuando de pronto ambos decidan tumbar sus brazos como guillotinas. Como lector, quisieras pasar de largo, que la boda no se trate de ti durante ese pequeño segundo. Sabes que no está hablando de ti (o al menos, en la mayoría de los casos es muy poco probable), pero de pronto los brazos del autor caen, te retienen y no queda más remedio que quedarse ahí, mirándolo a la cara, sabiendo que sus ojos y los de toda la fiesta, hasta las luces mismas, el grupo que está cantando en vivo, están puestos en lo que sea que eres.
El escritor lo sabe.
Tú sabes que lo sabe.
Me pasó eso, hace un rato, buscando entre mis hojas viejas unos ensayos que leí hace más años de los que pensaba y que no había retomado desde entonces, aunque en su momento juré que me gustaban tanto que las leería cada año y de eso hace ya al menos tres.
Uno es un decálogo de Vonnegut, sobre «Cómo escribir con estilo». «La revelación más condenatoria que puedes hacer sobre ti mismo es que no distingues entre lo que es interesante y lo que no«. Auch. A veces, cuando los amigos van corriendo, los brazos intempestivos de los novios se sienten como piedras, o al menos como una de esas cosas que te impiden el paso en los estacionamientos y cuyo nombre me es absolutamente imposible recordar. Baja su gran brazo y te pide un ticket por el que debes de pagar si te quieres llevar lo que es tuyo. Ni siquiera te quedas con el ticket, sólo te lo presta la máquina. Supongo que incluir ese detalle irrelevante cuenta como no saber distinguir lo interesante de lo que no. Últimamente pienso mucho en eso: ¿qué me hace pensar que las cosas que encuentro interesantes lo son para otros? Nunca he sido una persona particularmente interesante. Cuando mucho, mis amigos, conocidos y hasta enemigos (los tengo, aunque piteros, la verdad) coinciden en que soy extraño, pero ya no sé si esa palabra sirve de algo estos días. A mí me parece extraño que no se hable mucho de aquella playa en la que encontraron un montón de pies, por ejemplo. Más allá de lo perturbador que resulta, es extraño. Es incomprensible. Yo no creo ser extraño, si se me compara con lo grande que es el mundo. Soy extraño si la comparación es pequeña y las comparaciones pequeñas al final no nos dicen nada. Estoy seguro de que no me están mintiendo, también que no conocen a demasiadas personas en primer lugar. Auch, los brazos de Vonnegut otra vez, atravesando mis irrelevancias.
Luego, cuando lo solté, fui tanteando entre el resto de las hojas hasta encontrar un ensayo de Leila Guerriero, sobre cómo elige las historias en su periodismo narrativo. En resumen: ella dice que no sabe cómo las elige, pero hace una magistral muestra de algunas historias que eligió y cada una parece más justificada que la anterior. Últimamente no sé cómo justificar mis historias, como casi nunca he sabido justificar lo que me interesa. En mi primera entrevista (el resto han sido pequeñas variaciones de lo mismo), recuerdo que alguien me preguntó por qué escribo lo que escribo, y yo atiné a decir algo como «quisiera reducir la incomunicación». Según yo, escribir me ayudará a reducir las barreras que nos separan los unos a los otros, o en mi caso concreto, a los demás de mí. Pero en general la escritura me ha hecho que pase días enteros encerrado, cuando podría estar con otras personas, y luego me resulta imposible que ninguna de ellas quiera leerme porque es como pedirles que saluden con buena cara al amigo por el que los planté. Así que, ¿qué tanto resuelvo la incomunicación con lo que escribo, si el acto de escribir me incomunica?
Ambos autores insisten en que lo importante es escribir sobre lo que más te importa.
Otro ensayo que me encuentro, de Bradbury, habla precisamente de las musas, y de cómo algunas personas parecen tocadas por las musas cuando de repente se ponen a hablar de algo que las apasiona y les da el don de detener el tiempo. Es una carga enorme, hablar siempre de lo que te apasiona. Hablar siempre de la amistad, de la muerte, de la incomunicación. Bradbury habla de que esa magia ocurre sólo por momentos, pero como escritor tratas de crearla siempre. Tratas de volver mundano eso mismo que escribes como extraordinario. Es demente. Si eres como yo, a veces no quieres hablar de la amistad, sino hablar con amigos; no quieres hablar de la muerte, sino la imposibilidad de morir; no quieres hablar de la incomunicación, sino sortearla en la vida. Pero cada cosa parece más imposible que la anterior, así que escribir no cambia nada. Y al final resulta difícil hablar de cosas que no cambian tu vida como quisieras, porque tampoco quieres que todo se convierta en un desfile de desencantos. ¿Qué hago, entonces? Escribir de amistades que quisiera tener, sobre personas que se sobreponen a la muerte, sobre barreras sorteadas en la comunicación. Escribo sobre personas con mejores vidas y logros más profundos que los míos, juzgando con mis propios criterios. Al final todas acaban muertas. Bravo. Justo lo que necesita leer cualquiera.
Vonnegut deja caer sus brazos, pero ya no sé si está atrapándome una vez más o me abraza porque él, con todo su humor, nota que esta confesión es un mal chiste, y los malos cómicos requieren abrazos para salir del escenario antes de que la gente les quiebren botellas en sus cabezas y les arrojen las sillas y peor, acaben pidiéndoles de regreso lo que pagaron por verlos. Mi único consuelo es que nadie me paga por esto. No pueden reclamarme por algo gratis. A caballo regalado no se le miran los dientes, y la verdad yo preferiría que no le miren los dientes porque seguro hasta mi caballo imaginario tiene bruxismo por el estrés de ser inventado sólo para que lo regalen.
Total, que Vonnegut, Guerriero y Bradbury me dicen a su modo que más me vale apasionarme o tirar la toalla, y si lo que me apasiona no crea magia entonces quizá no es mi verdadera pasión, aunque siempre cabe la posibilidad de que mi pasión sea tan extraña que sea confundida con una confesión cualquiera o un truco de circo.
Escribir es extraño.
A veces es un ejercicio de creación de mejores personas y a veces sólo son escenarios comunes, trastocados. Convertí a dos novios en un sólo escritor que abraza a otro cuando escribe algo muy triste. ¿Por qué le hice eso a los novios? ¿Por qué no mejor contar su historia? Ambos se conocieron lo suficiente para sospechar que podían estar bien juntos, pero no tanto como para descubrir que estaban equivocándose. Y en ese punto medio exacto, decidieron jugar a esa cosa en que atrapan a sus amigos porque su inconsciente les decía que el amor es eso, es una cárcel de brazos amigas, de brazos amantes, porque ellos ya se tenían sujetos de entre las manos, y si no podían con el peso de eso para ellos sólos, debían compartirlo. Ese es el juego: dejan caer un peso que parece poca cosa pero que en realidad es muy grande, sobre otros. Eso es la boda. La boda reparte el peso de la responsabilidad de su decisión a todos los invitados. Nadie de los ahí presentes tendrá derecho a decir «te dije que no debiste casarte», porque pudieron decir «¡Me opongo!» cuando el cura preguntó si alguien tenía una objeción, y no la dijeron. Lo que los amigos gorrones no saben es que ni la comida ni la bebida son gratis. No están gorreando en absoluto. Les están dejando caer el peso de un futuro, de todos los años que pasarán juntos o de todos los que van a perderse cuando se separen por haberse casado con quien no debían. Es una responsabilidad tan grande, y tan poca la paga, que pensándolo bien, nadie debería de asistir a bodas. Y sin las bodas, nadie sujetaría a nadie en ese ejercicio de distribución del pesar, y sin eso, en primer lugar, nada de esto habría comenzado, no habría escrito este texto, y habría podido escribirle a un amigo para contarle algo que nos acerque un poco más, algo apasionado que detenga el tiempo para nosotros, porque a veces lo más literario de la vida está en las conversaciones que tenemos con amigos para sobreponernos a la muerte, en lo que llega.
Supongo que al final sí acabé escribiendo sobre lo que me apasiona, escondido entre un montón de humor extraño y datos raritos, como el de los pies. Leila escribió en su ensayo una frase que viene a cuento: «Su voz sabía más que ella misma». A lo mejor empezar esto hablando de novios, estacionamientos, pies y caballos y cómo todo eso desmantela el matrimonio, de hecho es algo que también me apasiona, y sólo no me acabo de dar cuenta incluso si parece que lo hago. Si esto es un compromiso, y estoy por casarme con estas cosas, alguien por favor diga ¡Me opongo!, y si no van a decirlo, luego no se quejen.