Cuando le presté mi libro, nunca imaginé que pondría tantas excusas para regresármelo.
La primera vez que se lo pedí de vuelta, se excuso por la lluvia. ¿No ves lo horrible que está el clima?, me preguntó, asegurándose de que solo escuchara su voz parcialmente, como si la lluvia se hubiera colado por la señal del teléfono aunque en realidad no era para tanto. Ha habido lluvias peores, verdaderas tormentas. Yo quisiera regresártelo, me dijo, pero no quiero que se moje. ¿O quieres que te regrese mojado tu libro? Quise decirle que existen las bolsas de plástico, que podía tomar un auto hasta mi casa, incluso pagar un Uber para que me lo trajeran, pero era tanta su preocupación por la salud de mi libro, que ella prefirió no arriesgarse. En algún punto de la conversación, hasta quiso convencerme de que le agradeciera, porque de ser otra, no se habría preocupado así por mi libro: Mira, yo sé que tú quieres leerlo, pero en el fondo, lo que los dos queremos más que nada, es que el libro llegue a salvo a tus manos.
Un par de semanas después, luego de olvidar la excusa que me había puesto, volví a llamarle. Las primeras dos tardes, no me respondió. A la tercera, se le oía nerviosa: ¿No escuchas el fuego, allá afuera? Hay fuego en todas partes. El humo hace imposible ver otra cosa que no sea el fuego. ¿No es curioso? Que sea el fuego lo único que sobresale al humo que crea él mismo, como escenario y actores, la puesta en escena completa. ¿No es curioso?, me dijo. Para mí, lo curioso era que usara un incendio como excusa para no entregarme un libro al que, apenas semanas antes, se había negado a sacar por miedo a que se mojara. No quiero que tu libro se queme, ¿qué clase de amiga sería yo si sacara tu libro y lo arriesgara al fuego? No soy esa clase de amiga. Soy la clase de amiga que prefiere esperar, un poquito, no es tanto, con tal de que te reencuentres feliz con tu libro. Todo lo que ella decía me daba la impresión de ser un mal chiste, pero al encender la televisión y ver cómo todas las noticias hablaban del incendio, decidí darle una prórroga, otra vez. Daba igual que el incendio no estuviera en todos lados, que hubiera calles que podían transitarse seguras, con una buena máscara contra el humo. No iba a insistir.
Hasta que, pasado otro par de semanas, luego de que se apagaron los incendios, volví a llamarle. Ya ni el fuego ni el agua podrían impedirle venir a casa. ¿Qué podía decirme ahora? ¡El terremoto!, me dijo. No puedo llevarte el libro porque, ¿no has sentido los terremotos estos días? Temo que en cualquier momento un edificio me caiga encima, y mi vida puede que sea remplazable, ¿pero qué sería de tu libro si quedo bajo las ruinas? ¿No lo tomaría cualquiera y ya no sabrías nunca de él? Había algo en su voz que parecía molesto. ¿Por qué se molestaba conmigo, si yo solo quería mi libro de vuelta? Ya suficiente tiempo le había dado, y aún así seguía ingeniándoselas para anteponer al mundo a sus deberes, como si ella no pudiera cumplir con un acuerdo solo porque el mundo le decía que sería difícil. ¿Y su honor? ¿Y su amistad? Yo no debí prestárselo, pensé. Yo debí saber que me pondría excusas y debí anticiparme a todo. O al menos debí leerlo antes. Ella volvió a hablar, no sé qué tanto dijo, y la interrumpí, porque se me ocurrió algo que podía sacarla de su casa y venir hasta la mía. ¿No tienes miedo de que te caiga tu casa encima?, le pregunté. Ella se rio al teléfono y me dijo que, cuando los temblores cesarán y ya no temiera morir en la entrega, se aseguraría de traer el libro hasta mi casa. No voy a quedarte mal, te lo prometo, me dijo. Tu libro estará a salvo hasta que yo esté a salvo y todos lo estemos y entonces pueda salir, ¿te parece bien?
Le dije que sí, pero no anticipé que habría de repetirme eso varias veces más.
¿Te parece bien, o quieres que salga con la pandemia a todo lo que da? El virus anda por ahí afuera, y temo que las páginas de tu libro pudieran contraerlo y contagiarte apenas lo pusiera en tus manos. Mis pulmones podrían resistir, pero no quiero exponerte a algo como eso.
Cuando al fin la pandemia pasó, no acabaron sus excusas.
¿Te parece bien, o quieres que salga con los aliens allá afuera, abduciendo personas? Desde lo del monolito, allá afuera no es seguro. Sabíamos que esto iba a pasar, que se llevarían gente, y también sus libros. ¿Y si logro safarme de ellos pero, en el trayecto, abducen a tu libro? ¿Que sería de ti sin él?
Colgué el teléfono porque estaba harto de sus excusas.
Es verdad que, al principio, con el fuego y la lluvia, su voz sonaba fuerte y alarmada; con la pandemia, parecía cuidarse la voz, como temiendo toser. También es verdad que, con la llegada de los aliens, susurraba al teléfono, preocupada quizá porque alguno allá afuera escuchara lo que antes habrían sido gritos. Es cierto que el teatro de sus excusas iba siempre acompañado de un ánimo, como disponiendo a la realidad a que satisfaciera su deseo por incumplir. Las excusas bastaban, según ella, solo porque el mundo se venía abajo, ¿pero no se venía abajo cuando se lo presté?
Unos pocos días antes de prestarle el libro, habían caído misiles. Un terrorista explotó un par de camiones. Desaparecieron a un grupo de alpinistas cerca de la ciudad. Un avión se perdió en el océano. Una oleada de calor mató la vegetación de las afueras. Todo el tiempo el mundo estaba acabándose, y al principio a ella solo le había bastado una simple lluvia para romper su palabra. Si el fin del mundo bastaba para dejar de vivir, no habríamos vivido ni un solo día para empezar.
¿No había ido yo a su casa, no se lo presté a riesgo de que pusieran una bala en mi cráneo, solo por salir? Pero eso ella no lo veía, como tampoco veía que leer sería lo único que podría salvarme de ese mundo horrible que ella no dudaba recordar en cada llamada.
Una noche, al final del año, le llamé por última vez, esperando que las excusas hubieran llegado a su fin. Ella me respondió con un tono de voz que me pareció anormal: ni gritaba ni susurraba. Simplemente dejaba salir las palabras de sus labios, sin advertencia o exageración. Por un momento no supe qué tan lejos o cerca debía ponerme yo del teléfono. No quiero quedarte mal, me dijo. Es navidad, ya sabes, estoy en casa con lo que queda. La poca familia que sobrevivió al diluvio, al fuego, los terremotos, la pandemia y la invasión… y todo lo demás. Estoy con lo que queda, y no quiero perderme ni un momento, ¿podrías llamarme luego?, me preguntó, y antes de que me colgara, insistí una última vez. Ella suspiró, al otro lado, pero no me dejó escuchar todo su suspiro porque cubrió el teléfono, como si ya no quisiera compartir su desesperación conmigo. No soy una mala persona, ¿sabes?, comenzó a decir. No me gusta poner excusas, y sé que esto va a sonar a una, o al menos para ti. Hizo una pausa que yo interrumpí a punto de hablar, pero ella se me adelantó: Verás, la cosa es que aún no leo tu libro.
¡Es el colmo!, le grité. ¿No tuviste tiempo para leerlo?
Ella se rio, no sé si conmigo o de mí, y se apartó del teléfono. Le dijo algo a alguien, alguien se rio también, no sé si con ella o de ella o de mí, y la conversación siguió como hasta entonces.
Verás, yo temía que mi casa se inundara, se quemara o fuera yo quien sufriera esas cosas. Pero si gustas, leo el libro este mismo fin de año y te lo regreso el primero de enero, ¿te parece bien? No quisiera que pienses que soy una mala amiga, o que no me preocupo por tus necesidades, o que no soy considerada con tu situación.
Yo ya había pensado todo eso, pero no iba a decírselo. Yo no soy esa clase de persona. Yo solo quería tener algo a que aferrarme también. A mí, ¿qué me quedaba? Solo era una historia, un libro nada más, pero era mi libro.
Poco antes de colgar el teléfono, cuando creí que el asunto había quedado zanjado, escuché que decía, al otro lado de la línea: Feliz navidad, por cierto.
Hoy es tres de enero y aún no llega a mi casa. Llamo a su casa y ya nadie contesta. No sé si ya no quiere o no puede responder.
Espero que esté bien y nada le haya pasado, tampoco a ella.
Fotografía: Silvia Grav.