«Felicidad» y «La señorita Brill», Katherine Mansfield

«¿Qué puede hacer uno si, aún contando treinta años, al volver la esquina de su calle le domina de repente una sensación de felicidad…, de felicidad plena…, como si de repente se hubiese tragado un trozo brillante del sol crepuscular y éste le abrasara el pecho, lanzando una lluvia de chispas por todo su cuerpo?».

Día #7

Felicidad y La señorita Brill de Katherine Mansfield.

De entrada he de decir que los dos cuentos me han parecido prodigiosos, complementando con su lectura la comprensión que tuve de cada uno por separado. Hasta ahora había decidido hablar de un sólo texto y mencionar, por añadidura, aquellos que habían servido para contextualizar mi apreciación de una obra particular.

Pero es que, tras leer La señorita Brill y Felicidad (en ese orden lo he hecho), no puedo sino pensar que, en cierto modo, son facetas in disociables. Ello me ha pasado muy pocas veces. Puntualmente recuerdo sólo una, con los cuentos «¿Dónde está todo el mundo?» e «Intimidad» de Raymond Carver, donde en un momento de sinceridad, las mujeres de ambos cuentos le dicen al protagonista lo que sintieron por él:

“Cuando estaba embarazada de Mike me llevabas al cuarto de baño porque no podía ni levantarme de la cama de lo preñada que estaba. Me llevabas tú. Nadie volverá a hacer eso nunca, nadie podrá amarme de esa forma, tanto. Teníamos eso, pasara lo que pasara. Nos amábamos el uno al otro como nadie podrá amarnos ni volverá a amarnos nunca”.

«¿Dónde está todo el mundo?»

«Te quise tanto. Te quise con locura. Sí, así te quise. Más que a nada en el mundo. ¿Te das cuenta? Es para morirse de risa. ¿Te imaginas? Estábamos tan íntimamente unidos en aquella época que apenas puedo creerlo. Creo que eso es precisamente lo que más extraño se me hace ahora. El recuerdo de haber tenido tal intimidad con alguien. Una intimidad tan grande que me dan ganas de vomitar. No me cabe en la cabeza una intimidad así con otra persona. Nunca he vuelto a tenerla».

«Intimidad»

Ambas mujeres hablan del gran afecto que sentían, ese amor que no han tenido ni tendrán por nadie más. La primera, con cierta nostalgia,  como una sonrisa calma y resignada; la segunda, como algo violento, como una queja, como algo que dan ganas de vomitar (nunca mejor dicho.) Así como ambos cuentos, en el caso de Carver, se complementan entre sí en su visión del amor, así lo hacen «Felicidad» y «La señorita Brill» (no mostrando sus opuestos, sino sus facetas).

El concepto de la embriaguez, de la emoción que explota, se encuentra tanto en el lenguaje como en la forma de emplearlo. Sirva de ejemplo la cita al inicio de este texto, así como la siguiente:

«El fuego del salón convertido en ascuas brillaba como un ojo intenso y vacilante hecho un nido de pequeños Fénix» (Felicidad)

En la forma, Katherine recurre constante a las exclamaciones y a una narración ansiosa, reiterando las palabras, encadenando las distintas partes de una oración como si estas se descubrieran, como una revelación, mientras las dice:

«Pero ahora lo deseaba, ¡ardientemente, ardientemente! Esta sola palabra la sentía de una forma dolorosa en su cuerpo abrasado. ¿Era esto lo que aquella sensación de felicidad significaba? Pero, ¡entonces, entonces!…«. (Felicidad)

Ello le confiere un tono jubiloso a ambos cuentos. A la vez que tal júbilo se demuestra en la embriaguez, un llenarse del mundo, no caber en sí mismo. Ello refiere tanto a la realidad (la realidad posible, la que debería ocurrir como única consecuencia natural a esa felicidad creciente), como a la propia (el cuerpo, el espíritu.)

En el caso de «Felicidad», la protagonista se obliga a no expresar del todo su felicidad, porque, dice, sería juzgada como una loca.

«Es que no puede haber una forma de manifestarlo sin parecer «beodo o trastornado»? La civilización es una estupidez. ¿Para qué se nos ha dado un cuerpo, si hemos de mantenerlo encerrado en un estuche como si fuera algún valioso Stradivarius?» (Felicidad)

En el ejemplo anterior, cuestionar la normalidad la lleva a preguntarse por sí misma, a qué tanto puede o no mostrar su felicidad.

En «La señorita Brill», el cuestionamiento de la realidad por la dicha se da a un nivel incluso más allá: en su normalidad, en su función social y hasta en el mecanismo mismo de leer la realidad.

«¡Oh, qué fascinante era aquello! ¡Cómo le divertía sentarse allí! ¡Le agradaba tanto contemplarlo todo! Era como si estuviese en el teatro. Igualito que en el teatro. ¿Quién habría adivinado que el cielo del fondo no estaba pintado? Pero hasta que un perrito de color castaño pasó con un trotecillo solemne y luego se alejó lentamente, como un perro «teatral», como un perro amaestrado para el teatro, la señorita Brill no terminó de descubrir con exactitud qué era lo que hacía que todo fuese tan excitante. Todos se hallaban sobre un escenario. No era simplemente el público, la gente que miraba; no, también estaban actuando. Incluso ella tenía un papel, por eso acudía todos los domingos. No le cabía la menor duda de que si hubiese faltado algún día alguien habría advertido su ausencia; después de todo ella también era parte de aquella representación.» (La señorita Brill)

En ambos cuentos resalta, pues, que la dicha es una embriaguez que no atona sino que constituye en sí un acto revolucionario. Ser dichoso en un mundo donde no se permite serlo, donde se acusa de loco a quien siente tanta felicidad, a quien asume y reconstruye dichoso su papel en la sociedad y lo explota hasta regocijarse. En el caso de ambos cuentos, son mujeres quienes llevan a cabo tal acto revolucionario.

El otro punto en común en ambos cuentos es justamente la noción de los otros como predecibles, como actores que funcionan precisamente con los códigos que se les han establecido. O que ellos mismos han establecido. Una normalidad social y hasta íntima.

Véase, por ejemplo, estos dos casos.

«Otros preferían sentarse en los bancos y en las sillas pintadas de verde, pero estos eran casi siempre los mismos un domingo tras otro y -tal como la señorita Brill había advertido a menudo- casi todos ellos tenían algún detalle curioso y divertido«. (La señorita Brill)

El segundo:

«Berta no pudo contener una sonrisa. Sabía que a Harry le gustaba hacer las cosas a gran velocidad, aunque al fin y al cabo, ¿qué importaban cinco minutos más o menos? Pero él se convencía a sí mismo de que eran importantísimos y además luego tenía el puntillo de entrar en el salón muy lento y sosegado. […] Su marido entró en el salón exactamente como ella se había figurado.» (Felicidad)

La diferencia del protagonista y de los otros personajes estriba principalmente, pues, en que presenciamos de primera mano como la primera es consciente de su actuar y lo modula, cambia o dirige hacia un fin. Incluso si el fin es el mismo que los demás, la consciencia de su realización, de su transgresión o uso a voluntad de los códigos, se antoja lleno de una viveza que atinadamente Katherine refleja a partir de metáforas. Tan sólo en en el cuento «La señorita Brill», se pueden evidenciar algunas que van de lo notable a la belleza.

  • El azul del firmamento estaba salpicado de oro y grandes focos de luz como uvas blancas bañaban losJardins Publiques. 

  • El aire permanecía inmóvil, pero cuando una abría la boca se notaba una ligera brisa helada, como el frío que nos llega de un vaso de agua helada antes de sorber.

  • Y aunque la banda tocaba absolutamente todos los domingos, fuera de temporada nunca era lo mismo. Era como si tocasen sólo para un auditorio familiar; cuando no había extraños no les importaba mucho cómo tocaban.

  • Frotó los pies y levantó ambos brazos como un gallo a punto de cantar.

  • Ahora hubo un fragmento de flauta -¡hermosísimo!-, como una cadenita de refulgentes notas.

  • Los ancianos continuaban sentados en el banco, quietos como estatuas.

  • A veces algún pequeño que apenas caminaba aparecía tambaleándose entre los árboles, se detenía, miraba, y de pronto se dejaba caer sentado, ¡flop!, hasta que su mamaíta, calzada con altos tacones, corría a socorrerlo, como una clueca joven, regañándolo.

  • Una hermosísima mujer perdió su ramillete de violetas mientras se acercaba paseando, y un niñito corrió a devolvérselas, pero ella las tomó y las arrojó lejos, como si estuviesen envenenadas.

  • la toca de armiño se giró, levantó una mano, como si hubiese visto a algún conocido, a alguien mucho más agradable, por aquel lado, y se dirigió hacia allí.

  • ¡Oh, qué fascinante era aquello! ¡Cómo le divertía sentarse allí! ¡Le agradaba tanto contemplarlo todo! Era como si estuviese en el teatro.

  • Pero hasta que un perrito de color castaño pasó con un trotecillo solemne y luego se alejó lentamente, como un perro «teatral», como un perro amaestrado para el teatro, la señorita Brill no terminó de descubrir con exactitud qué era lo que hacía que todo fuese tan excitante.

  • De pronto el anciano había comprendido que quien le leía el periódico era una actriz. «¡Una actriz!» Su vieja cabeza se incorporó; dos luceritos refulgieron en el fondo de sus pupilas. «Actriz…, usted es actriz, ¿verdad?», y la señorita Brill alisó el periódico como si fuese el libreto con su parte y respondió amablemente: «Sí, he sido actriz durante mucho tiempo».

  • Camino de casa acostumbraba a comprar un trocito de pastel de miel en la pastelería. Era su extra de los domingos. A veces le tocaba un trocito con almendra, otras no. Aunque entre uno y otro existía una gran diferencia. Si tenía almendra era como volver a casa con un pequeño regalo.

Cabe resaltar, como último punto, que la viveza y la irrealidad transgresora se perciben incluso hasta el detalle mínimo, como son los objetos. Katherine dota de vida a los objetos, les da intenciones, los hace interactuar (a través del lenguaje) con los protagonistas sin resultar en lo absoluto inverosímiles o fuera de contexto.

«Se dirigió al salón y encendió el fuego en la chimenea. Luego cogió uno de los cojines que Mary había arreglado con tanto esmero y volvió a disponerlos sobre los sillones y los sofás. Así ya era otra cosa. La habitación pareció de repente cobrar vida. Mientras dejaba el último almohadón, quedó sorprendida al ver que lo abrazaba fuerte y apasionadamente. Pero esto no logró extinguir el fuego que ardía en su pecho. ¡Oh, no, no; al contrario!» (Felicidad)

«¡Ah, picarón! Sí, eso era lo que en verdad sentía. Un zorrito picarón que se mordía la cola junto a su oreja izquierda. Hubiera sido capaz de quitárselo, colocarlo sobre su falda y acariciarlo. Sentía un hormigueo en los brazos y las manos, aunque supuso que debía ser de caminar. Y cuando respiraba algo leve y triste -no, no era exactamente triste- algo delicado parecía moverse en su pecho.» (La señorita Brill)

Sin duda, ha sido una lectura provechosa, llena de un jubilo vigorizante que hace que a uno le den ganas de dejar de leer y ponerse a bailar. O eso me ha pasado a mí, que mejor termino aquí sin haber develado de qué va la trama de ambos cuentos (tramas que, dicho sea de paso, son sencillas, extraordinariamente sencillas), y algunas de las más bellas y poderosas imágenes que poseen, pues deben presentarse en su momento justo: cuando los comiencen a leer. Los invito a que los lean y los disfruten, espero, tanto como yo lo he hecho.

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Katherine Mansfield es el pseudónimo que usó Kathleen Beauchamp (Wellington, Nueva Zelanda, 14 de octubre de 1888Fontainebleau, Francia, 9 de enero de 1923), una destacada escritora modernista de origen neozelandés.

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