Proyecto apoyado por el Sistema de Apoyos a la Creación y Proyectos Culturales (SACPC)
Ustedes son muy jóvenes y no están acostumbrados, pero hubo un tiempo en que la gente no podía preguntarle nada a sus muertos. Se quedaban con las dudas en el pecho, en la garganta. Tenían que conformarse con hablarle al aire, que sentían escaso, débil, incluso venenoso, en resumen: difícil de respirar. Parecía que los muertos se llevaban todo el oxígeno consigo…
Que la muerte era un incendio.
Ustedes son tan jóvenes que quizá no han tenido necesidad de preguntarle nada a un muerto, pero saben desde que nacieron que podrían hacerlo si quisieran. Que es una decisión, y no una imposibilidad. Si les preguntara cuántos de ustedes creen que la muerte es un incendio imposible de detener, es probable que pocos alzaran la mano (aunque ahora puedo ver un par, allá en el fondo). Eso en parte es mi culpa, así que ahora llevo fósforos conmigo a todos lados, y cuando no puedo, discursos como este, incluso si sólo es para que se pongan furiosos conmigo y le prendan fuego.
Hoy se gradúan de esta escuela como programadores. Estoy seguro de que conozco muy bien la convicción que tienen de que nadie nunca ha hecho lo que ustedes harán, y aunque están en lo cierto, hace falta que recuerden ser humildes. ¿Ustedes sabían que fue más fácil descubrir cómo descargar una consciencia que saber lo que era? Apuesto a que ninguno de ustedes sabe lo que es. Yo tampoco. Para ser del todo sincero con ustedes, aún no sabemos muy bien qué es; ninguno de sus profesores lo sabe, ninguna empresa, ningún tecno-psicólogo; incluso si la atrapamos, no hemos descifrado su naturaleza.
¿Qué horrible palabra, no lo creen? Atrapar. Uno atrapa lo que no es suyo, algo para lo que necesita un instrumento que no habría sido necesario si entre ambas partes hubiera mediado la voluntad.
Hace mucho, antes de que el tiempo fuera contado hacia adelante, a un hombre se le ocurrió decir que el alma, la psique, la mente, era como una mariposa que abandonaba el cuerpo, y con su vuelo se hacía la muerte.
Si escribir un código es como construir una red, yo fui el primero en atrapar una de esas mariposas. ¿Pero cómo se atrapa una mariposa en llamas?
Apuesto a que es eso lo que quieren que les cuente. Por eso hay aquí, incluso, alumnos que no se han graduado, aunque normalmente los padrinos no dan discursos de más de dos minutos, alabando las cualidades de todo el mundo, mientras que yo sólo hablo de viejos griegos y bichos flameantes.
Hay un término que ustedes ya conocen muy bien. Lo virtual. Ustedes crecieron escuchando que lo virtual tenía que ver con internet, pero eso es como pensar que el agua es lo que tenemos en una botella y no los océanos que aún le quedan al mundo (no gracias a nosotros). Algunos de los autores que han leído los más curiosos de entre ustedes la definen como un espacio creativo, algo que es posible donde antes no había nada; otros, seguramente, si no mal recuerdo de mis tiempos universitarios (¿hace cuánto fue? Mis canas no me dejan recordarlo), la refieren como algo del mundo de las ideas, como un submundo al que accedemos cuando somos capaces de pensar.
Imaginen entonces esa cosa escurridiza, lo virtual. Su naturaleza complicada, inasible. ¿Cómo atrapan a una mariposa que insiste en irse? Si sus alas son de fuego, peor.
Piénsenlo un momento. Cuando tengan la respuesta, alcen la mano. Quiero verlos. Allá atrás, muy bien; el chico sonriente de aquí enfrente también; la chica por allá se ve segurísima. Excelente.
Algunos dirán que no se puede. Pero ustedes pensaron que sí. Ahí está: la han atrapado virtualmente.
A lo mejor no suena a la explicación elegante y enrevesada que esperaban de mí, pero fue eso mismo lo que hice con el código: me imaginé atrapando el fuego, imaginé una red que podía seguir el batir de sus alas calientes, dirigiéndose hacia el frío eterno, y lo detuve. Seguramente han escuchado que lo que yo diseñé fue un algoritmo para copiar consciencias. Un código imposible que permitía reproducir los pensamientos de un moribundo, al alcance de casi cualquiera, sin apenas pagar nada.
En primer lugar, sería darme demasiado crédito. En segundo, no creo que sea posible copiar algo que no sabemos qué es. Lo más que podemos hacer es atraparle, como ya dije. Hubo un tiempo en que una mariposa habría podido ser confundida con un dragón, de haber estado su fuego en el aire, de aquí por allá. ¿Imaginan los libros de entonces, hablando de insectos como criaturas míticas?
Así nos veríamos si dijéramos que podemos copiar una consciencia. No lo digan. Son jóvenes, y está bien que digan tonterías de vez en cuando, pero hasta en las tonterías hay que ser humilde; reconocer cuándo nos hemos excedido y guardar silencio. Contemplar la hoguera, tomarnos de la mano, y esperar que la noche termine…
En fin. Quién sabe cuánto tiempo llevo ya en este discurso, y aún no cuento lo que quiero contarles. Por supuesto, no iban a entenderme si no les contaba esto primero.
Veamos. Ya sé. ¿Ustedes saben por qué sólo pueden hacerle 7 preguntas a los muertos?
Cuando hice público mi hallazgo, fue lo primero que me preguntó todo el mundo. Incluso hubo quienes le llamaron a mi algoritmo “las 7 maravillas”, otros “las 7 muertes”. Ambas me parecían imprecisas, porque parecían asumir que había sido una decisión deliberada de mi parte; como una proeza, en el caso de las maravillas, o una suerte de sadismo, aquellos que decían que el algoritmo volvía a matar a quien pasaba por él.
Pero la verdad es mucho más simple que eso. ¿Por qué 7 preguntas? Verán, uno tiene que revisar muy bien el código antes que otra cosa; ver en qué falta, en qué sobra; añadir un par de dígitos, unas cuántas letras que para cualquiera parecerían aleatorias, aunque para nosotros signifiquen algo. Cuando yo me propuse a revisar lo que había hecho, 7 preguntas fue lo máximo que logré. Ni una más. Luego, cuando hubo oportunidad de que otros lo probaran, les advertí que el código podría ser inestable; que ninguna red es tan fuerte. Se confiaron, todos. Las primeras 5 preguntas las hacían de tonterías, incluso 6; cuando llegaban a la 7, comenzaban a creer en lo que yo les había dicho. Sentían que la consciencia con la que hablaban, su ser amado, se estaba desvaneciendo, y de un momento al otro, con las preguntas importantes todavía atoradas en la garganta, los muertos se iban definitivamente.
Muchos investigadores me han preguntado cuáles son esas 7 preguntas originales que hice la primera vez, cuando puse a prueba lo que yo mismo había creado.
Por aquel entonces había muerto mi hermano. Él no era una persona que yo haya conocido mucho. Lo cierto es que su extroversión le impedía quedarse en casa; tenía muchísimos amigos. Era una persona que jamás se habría sentado una tarde de viernes a escribir un par de líneas de código. Sus hallazgos eran de otra clase. No eran virtuales, sino tangibles; él no necesitaba imaginar nada.
Pero yo no era como él, así que cuando murió me dije a mí mismo que debí conocerlo más; haber hecho posible una relación con él, y no sólo imaginarla, como lo hice todos esos años. Me convencí tantas veces de que habría tiempo: cuando lleguemos a cierta edad, él se asentará, será menos volátil, y podremos ser los hermanos que siempre debimos ser.
Por supuesto que a mi hermano le tenían sin cuidado esas cosas, tanto en la vida como en la muerte. Así que, cuando al fin fui capaz de crear el código, cuando todo hizo click, y vi aparecer el fuego, y escuché sus alas, imaginarán que yo también desperdicié mis preguntas. O eso es lo que pensé que todos pensarían de mí, y por eso me las guardé por muchos años. Hasta ahora.
Creo que esas preguntas son más importantes que el código que creé, porque ayudan a comprender cómo no hablarle a los muertos, cómo quedarse callados, cuándo no escribir algo. Y eso, por supuesto, es algo que no nos enseñan aquí, en las escuelas: que no porque podamos imaginar algo, que porque sea virtual, tengamos la obligación de convertirlo en realidad.
Hoy ustedes son capaces de ver y escuchar, casi sentir a sus muertos, pero entonces sólo pude escribirle, como si se tratara un chat cualquiera. Para quien no supiera lo que estaba haciendo, habría pensado que estaba interrumpiendo una conversación diaria, cuando aquello jamás había sido lo nuestro; para quien sí, que se trataba de una IA que reproducía la forma de hablar de mi hermano.
Pero no era nada de eso.
Lo primero que le pregunté fue si me extrañaba. Por supuesto, el egoísmo tenía que salir por delante. Yo esperaba que me dijera que no. Veo por sus caras que no me creen, pero genuinamente lo pensaba. Lo que ustedes necesitan saber de mi hermano es que, como las mariposas de verdad, era honesto y libre. Se posaba sobre ti para que lo admiraras, su diseño intrincado y hermoso, y luego se iba sin despedirse. En la muerte como en la vida, así siempre se fue. Siempre corrí detrás de él, pero él iba tan a prisa, tan lejos. No pensé que pudiera extrañarme, así que quería que me dijera que no. Cerraría el programa y dejaría aquel loco experimento en una carpeta con el nombre “AhoraSíProyectoTerminado_Final_Final_Final”.
Él, en cambio, me respondió que sí.
Me dijo que extrañaba saber que estaba detrás de él, si de pronto decidía darse la vuelta, o simplemente al girar sus ojos; que se sentía acompañado conmigo, aunque no me dijera nada.
Aquello me desarmó, pero no me pude quedar quieto. Incluso entonces, que no sabía, era capaz de sentir que el tiempo no iba a alcanzarnos. Sentí una urgencia que ustedes quizá jamás experimenten, porque jamás se les ha cruzado por la mente que no vayan a poder hablar con uno de sus muertos.
Ustedes tienen el código que yo creé; el frasco en el que atrapan la mariposa.
Yo la sujeté con la mano, y me quemaba.
La segunda pregunta que le hice fue si me estaba cuidando. Mis padres habían insistido tanto, cuando ambos éramos niños, en que él debía cuidarme; y lo hizo. Siempre lo hizo. Se metía contra quien fuera por mí. No importaba si era la rama de un árbol, tirada en el suelo, o bolsas de mostaza; lo que fuera le servía de arma para protegerme. Yo era un niño que acabaría escribiendo líneas de código, no era muy bueno defendiéndome en el mundo real.
Su respuesta fue que no, que ya no me estaba cuidando, que ya no podía. Que se sentía culpable por ya no hacerlo, y que le parecía ridículo, porque era imposible. ¿Cómo iba a cuidarme, si estaba muerto? Aún así, la necesidad no se le había extinguido. Me dijo que esas cosas no desaparecen, pero que acaban volviéndose frustrantes, porque ya no tienes forma de hacerlo. Todo ese dolor e impotencia es virtual, pero eso no lo hace menos grave.
Cuando ustedes le hablen a sus muertos, no pregunten cosas que los hagan sentir culpables. No lo necesitaban al estar vivos, ¿por qué ahora, que ya no están?
La tercera y la cuarta pregunta fueron un poco vergonzosas para mí. Porque en realidad no fueron preguntas. Yo sé que soy el primero en decir lo importante que es la pregunta en el código: a toda la gente se le da la instrucción de ya llevarlas hechas, precisamente para optimizar su tiempo con los muertos, mientras la conexión virtual con la consciencia del fallecido se mantiene. Pero yo estaba experimentando. Así que, en lugar de preguntas, traje a cuento conversaciones viejas; cosas que habíamos dejado inconclusas. Cierres que creía urgentes.
Primero hablé con él de qué quería para él cuando muriera, porque jamás terminamos de hablar de ese asunto. Cuando yo lo mencionaba él me decía que no fuera mórbido, y zanjaba el tema. Hice lo que creí mejor, pero me sentía tan culpable; ¿y si hice lo que él no quería? Verán, aunque parece una preocupación razonable, es un asunto tan serio como preguntarle a una mariposa si prefiere que la cuelguen en una pared o la usen de separador de libros.
Él, por supuesto, me respondió que tenía razón, que jamás me dijo. Entonces comenzó a hablarme de la cremación como si fuera lo más casual, y su alma realmente ardiera, y no pudiera concebir otra cosa para su cuerpo que las cenizas.
Luego me disculpé. Ahora era yo quien sentía culpa.
Los tecno-psicólogos que me han ayudado con mis líneas de código dicen que el amor, el duelo y el dolor van tan juntos que incluso hay lugares en el mundo que forman un mismo sentimiento. Yo estoy convencido de que no se trata de un trío, sino de un cuartero, y la culpa está ahí, uniendo las partes. Culpa por todo ese amor que se quedó ahí, atrapado, también; culpa por estar atrapado en la pérdida; por todo el dolor, por sentir tanto cuando ya no sirve, cuando incluso se vuelve inútil, cuando menos se quiere sentir.
Ya había desperdiciado cuatro preguntas en la culpa. Ya había agotado la mitad del oxígeno en nuestra conversación.
La quinta pregunta fue curiosidad infantil. Le pregunté cómo había sido su primer beso, si todavía era capaz de recordarlo, y cómo juzgaba él su desempeño.
Por supuesto, lo noto por sus caras, fue la pregunta correcta. La primera, de todas. Porque lo hice reír. Soltó una carcajada y me dijo que por supuesto que era capaz de recordar su primer beso. Se había untado refresco en los labios porque había oído a una niña decir que los labios dulces eran más ricos, y él quería ser delicioso porque así nadie iba a resistirse. Claro que la niña a la que besó le diría que sus labios estaban chiclosos, y se limpió la boca luego de besarlo. Y él tardaría muchos años en preguntarle si de veras había sido tan malo, y ella le diría que no, que sólo exageraba, que había sido muy lindo en verdad.
Es gracioso lo que uno recuerda, incluso muerto. Cómo el amor moldea lo que uno es, y lo que queda.
La sexta pregunta pienso dejarla para el final.
La séptima, la última, fue algo tan sencillo como preguntarle si estaba comiendo bien. Por supuesto que en la muerte no se come, pensé de inmediato; además, eso era algo que habría preguntado mi madre, y no yo. Pero me pareció justo que si ella no podía hacerlo, si yo le estaba quitando la posibilidad de preguntarle (aunque entonces pensaba que simplemente lo estaba dejando para después), al menos debía preguntarle eso.
Él volvió a reírse. Otra carcajada. Sé que es raro que hable de aquel encuentro como si lo hubiera visto y oído y no sólo leído en un chat, pero lo que ustedes no comprenden es que entonces era todo lo que hacía falta para imaginar a alguien. Lo virtual también era eso. Imaginar presente a alguien que no estaba, en realidad.
Me dijo que no le faltaba nada, aunque a veces tenía algunos antojos imposibles, sobre todo pizza, que siempre fue su comida favorita. Que extrañaba su lugar favorito, a donde llevó a tanta gente; y en verdad fueron tantos. Conoció aquel sitio una tarde, por una amiga suya, y ya jamás se fue: cumpleaños, logros, toda clase de celebraciones; siempre que tenía unos pesos en el bolsillo, se daba una vuelta. Es decir, iba a muchas otras partes, pero sobre todo, siempre iba ahí.
Entonces me contó que se había tardado casi siete años en hablarle al cocinero. Le daba pena admitir que demoró tanto, y yo no pude creerle porque él era tan sociable. Yo imaginaba que era el mejor amigo de todo el mundo. Aún lo imagino así. Él, por supuesto, me dijo que no. Que le habló con pena luego de que una tarde quebró sin querer un vaso, mientras movía enérgicamente sus manos por toda la mesa. Luego se quedó ahí, conversando con él, cuando el amigo con el que estaba se había ido, y desde entonces iría para conversar con el cocinero como si fuera un amigo más.
Me resultaba increíble que a él le hubiera costado algo, y ahora, que aquello haya sido lo último que escuché de él. Decir que recuerdo sus palabras exactas sería mentirles, porque uno sólo atrapa los recuerdos así, también: virtualmente. Pero sé lo que sentí. Eso lo siento ahora mismo, que les cuento esta historia. Por primera vez sentí que éramos parecidos; que, de hecho, de haberlo querido, de haberlo intentado, de haber insistido un poco más, habríamos podido ser los mejores amigos.
Luego, por supuesto, como era de esperarse, la conexión se rompió. El algoritmo se “cerró” de pronto y ya jamás pude abrirlo, porque sólo puede hacerse una vez por persona, y yo ya había gastado la mía. Para esto también son muy jóvenes, pero antes se vendían cajas con cerillos, y a veces, más de las que uno quisiera, se gastaban la mayoría tratando de encender una sola cosa. A veces te gastabas la cajita entera en encender la estufa, para algo tan sencillo como prepararte un huevo.
Yo había gastado todos mis fósforos entonces. Y está bien. Los bomberos serían los primeros en decir que no es sano para uno estar tan cerca del fuego por tanto tiempo, incluso en dosis tan ridículas como las de un cerillo.
O un insecto volador en llamas.
Ustedes comprenden.
Yo hice lo que hice porque pude hacerlo, porque era virtualmente posible. Claro que entonces no me pregunté ¿Por qué? ¿Por qué habrías de hacer algo así? ¿Para qué comunicarnos con los muertos?
Era joven, como ustedes. Yo pensé que era algo necesario para nosotros, los vivos. Ahora creo que es un servicio que le hacemos a los muertos, aunque para hacerlo tengamos que atraparlos un instante en el que no deberían de estar aquí. Es, por supuesto, un asunto complejo. No pretendo hacerlo sencillo para ustedes, porque no lo es.
Pero quisiera decirles, ahora sí, cuál fue la sexta pregunta.
Verán, tienen que comprender que yo ya había gastado varias en la culpa, y la última, pensando en mi madre. Pero la sexta tenía que ver con él y con nadie más. Éramos muy chicos, cuando más convivíamos; yo no tenía mucho qué aportarle, porque él conocía a tantas personas, y era tan fuerte y tan seguro. ¿Qué podía hacer yo por él?
Así que, para pasar nuestro tiempo juntos, el poco tiempo que pasábamos, lo hacía reír.
Mi sexta pregunta fue: ¿Tú sabes cómo se llama la fruta más divertida?
Él comenzó a reírse, sin esperar la respuesta, el remate. Porque era un chiste, algo que ya había dicho varias veces, pero siempre lo hacía reír.
¡La naranja ja ja!, me respondió, y yo también solté una risotada que me hizo dejar el teclado sólo para volver con más ganas con mi montón de ja jas.
Toda la culpa se desvaneció en un momento, el dolor, la pérdida. Sólo quedó el amor, jóvenes. Nada más que amor.
Fui yo quien descubrió que el amor no es una línea de código. Es una estructura. Un molde que permite que la consciencia se quede un momento; no las paredes del frasco, el algoritmo; el amor no son no los barrotes de la jaula, sino el aire. Lo que permite que la mariposa respire.
Hoy ustedes se convierten en programadores, luego de años de estudiar códigos, de hacer lo suyo, de innovar y de seguir tantas instrucciones. Todo eso está bien. Pero cuando escriban un nuevo código, no piensen en ustedes, ni en los barrotes. Piensen en el aire. En que los otros puedan respirar algo que no estaba ahí, gracias a ustedes. Sean humildes. Recuerden que hay quienes necesitan más el código que nosotros, que pudimos inventarlo. Recuerden que están haciendo posible lo imposible.
Sean humildes, y denle al otro lo que necesita.
Si alguno de ustedes ha usado mi algoritmo, las 7 maravillas, las 7 muertes, como sea que le llamen, habrán notado que he puesto un mensaje al principio, como un recordatorio para sus usuarios. No quiero irme sin hacerlo aquí también, porque jamás es suficiente, y lo olvidamos a menudo: “Ustedes son la forma que adopta un abrazo. No olviden eso. Traten bien a sus muertos. No les extingan el fuego. No los aprieten fuerte, si deciden atraparlos con sus manos. Si pueden, háganlos reír. No los detengan si no es para hacerlos sentir amados. Luego, déjenlos ir.”
Hagan su parte.
Muchas gracias.