La ciudad de las rosas

Este cuento forma parte de Vimos caer la nieve en Ciudad G.

Bastaba tirar una moneda al suelo y en la tierra, de tan fértil, crecía una rosa con un color ocre o plata.

Nunca se cansaba de contarnos esa historia.

Cuando mi abuelo era un niño, hacía más de cincuenta años, crecían tantas flores en la ciudad que la apodaron La ciudad de las rosas.

Al quedarme en su casa, me invitaba a seguirlo con un poco de su vieja brusquedad. Nos arrodillábamos juntos y poníamos algo en la tierra. Más tarde, cuando se quedaba dormido en su silla, y mi padre hablaba con mi abuela, yo corría de vuelta y desenterraba lo que él me había pedido que dejara, porque para mí siempre fue una certeza que es difícil que las cosas crezcan si son forzadas así. 

Mi abuelo contaba cómo había plantado centavos enmohecidos para crear rosas apiñonadas de verde, que vendía por pesos que enterraba de nuevo haciendo ranuras con sus dedos como si convirtiera la tierra en una alcancía. 

Eso no era magia sino fertilidad, aunque ambas cosas al final se parecen. 

El dinero no crece en los árboles, claro que no, nos aclaraba a mi padre y a mí, pero sí crecía con las rosas. O al menos, podíamos sacarlo de ellas. 

Igual que en las películas americanas, con sus limonadas, mi abuelo salía a la calle y ponía su puesto de rosas. Era un niño apenas, y se sentaba ahí en los breves momentos en que no ayudaba a su padre en el trabajo; o a su madre, a cuidar de sus hermanos más pequeños. 

Al principio los vecinos lo molestaron: le dijeron toda clase de groserías, insinuando que no querían nada sexual con él; luego fue su padre: él, que sí los había oído con atención, tomó un palo y comenzó a golpear a su hijo para que entendiera el mensaje… No le dijo nada. Sólo lo golpeó. No era necesario que hablara.

Las rosas estaban prohibidas. 

Pero mi abuelo tenía algo en mente, un sueño que ningún golpe entumecería, y cuando volvió a poner su pequeño puesto, se aseguró de clavarles un par de rosas en la nariz a sus vecinos molestos.

Cuando todo eso pasó, y los adultos pudieron ver que mi abuelo era un niño bien hombre, o sea, un niño confiable, comenzaron a detenerse a comprarle sus flores; al principio por apoyar a un niño de su fuerza, luego porque los colores atraían verdaderamente su atención. Se veían seducidos. Así de hermosos eran los colores. Los ojos de mi abuelo también eran hermosos, y ellos no podían evitar fijarse en eso luego de ver las rosas. No estaban muy seguros de si las flores lo acentuaban a él o era lo opuesto, pero no les importaba. 

Fue fácil recordar la marca, como si sólo le perteneciera a él por derecho:

Las de los ojos verdes, le dijo a su primera clienta. Recomiéndela con sus amigas, verá que son de su gusto. 

Muchos años después, él trató de enseñarme el color de sus flores, pero nunca pudo. A mí me bastaba ver sus ojos para darme una idea, pero él decía que no, que ya no le hacían justicia, que se le habían apagado con los años. Las fotos eran demasiado viejas también, se habían apagado como él, así que nunca vi lo que él vio. 

Exhausto de que no le entendiera, o quizá temiendo que fuera imposible para mí creerle, señalaba hacia el cielo, un cielo que él y yo veíamos distinto, y me decía:

Su color era verde, ¿ya viste? 

Era fácil para mí comprender por qué mi padre era como era. Por qué no me decía muchas cosas.

Luego añadía: 

Las flores brotaban de la tierra como un bosque derramado entre estrellas. Ahora ya no hay flores ni estrellas, ¿verdad? Por eso no lo ves y yo sí. El verde es sólo un recuerdo. 

Sobre nosotros sólo había sobrevivido el brillo ensordecedor de la ciudad, que extinguía la noche que ya no era la suya y que nunca sería mía. 

Yo pensaba que mi abuelo hablaba del bosque en el cielo como una exageración de aquella rosa, que un hombre de nuestra tierra había llevado al espacio, al suelo de la Luna. Era todo un circo, y la gente lo sabía: la flor que habían llevado era de plástico, reluciente y blanco, por más que nuestro astronauta dijera lo contrario. Sería una muestra más de contaminación humana y sólo eso, decía la gente. 

No significaba nada. 

***

Mi abuelo vendió flores durante todo un verano; luego cada fin de semana, yendo a las casas de los vecinos de la colonia; al final expandió su visión hasta una zona entera de la ciudad, aprovechando toda ocasión: los festivales escolares, las fechas importantes, las misas… Nada se le escapaba a mi abuelo, porque él quería algo más brillante y más hermoso que esas constelaciones.

A las mujeres les decía:

¿Por qué su hombre no la halaga con una flor tan bonita como usted?

Y eran tan bonitas las flores, que el halago era inmediato e inequívoco. 

A los hombres les aconsejaba:

Regálele una flor, antes de que se fije en otros ojos.

Y ellos asentían de prisa. Después de todo, no eran tan costosas y valía más dar que perder. 

Con el dinero que obtuvo de su emprendimiento, fue capaz de comprarse una bicicleta, con la que se aseguró de recorrer la entonces pequeña ciudad y crecer su negocio. Su padre no podía comprenderlo, pero admiraba su deseo de salir adelante, y cuando estaba a su lado y salían en sus bicicletas, le señalaba casas para que él algún día construyera la suya. 

Aunque mi abuelo daba la mitad de lo que ganaba a su madre, ahorró todo lo que pudo porque ya desde entonces pensaba en que no podría vivir en casa de sus padres por siempre. Pronto tendría trece años, y a esa edad un hombre debe ser independiente, pensaba. Así que añadió esa pequeña actividad a la lista: salir con su padre, ver casas, quedarse ahí cuando caía la noche, y ver cómo las constelaciones parecían brotar como si la casa fuera una fuente. 

Cada noche de lluvia, sacaba su bicicleta a la calle y esperaba a que se mojara lo suficiente para que la oxidación comenzara. En aquellos días pasó de un resfrío a otro porque no abandonaba la bicicleta ni un segundo, no fueran a robársela o a quedarse sin mojar. Si chispeaba apenas, se acercaba a los pequeños charcos y tiraba la bici ahí; saltaba junto a los charcos, esperando mojarla. Parecía un demente. Aunque no se lo dije, yo sospechaba que sus vecinos le habían tenido miedo, porque un niño que tira su bici y baila junto a ella para hacerla oxidarse no es un niño normal. 

Pero era mejor que le tuvieran miedo a que lo golpearan, como su padre, que lo había golpeado por miedo. 

Todo había comenzado por vender rosas de moho… 

En los días secos, lavaba tan insistentemente su bicicleta que le arrancaba la pintura, pero a él le alegraba. Su padre no le reclamó por el estado de la bici cuando salían por las tardes, porque le importaba menos la excentricidad de su hijo que su diligencia: si podía entregarse tan fieramente a la destrucción de su herramienta de trabajo y aún así continuar dándole dinero a la casa (y ahorrando para la propia), no había nada que reprocharle. 

Cuenta mi padre que su abuelo le dijo una vez:

Todo hombre tiene su personalidad. 

Lo creía un loco también, mi padre estaba seguro, pero al menos era un loco que levantaría su bicicleta con sus brazos al ser ofendido por otros, y se las dejaría caer hasta romperles el cráneo, o un brazo por lo menos. 

Su hijo estaría bien.

***

Cuando la madre de mi abuelo oyó por primera vez de su plan de vender flores, le preguntó por qué quería hacerlo. Su hijo había jugado a la guerra, a enfrentarse al ejército, a matar gente. ¿Por qué de pronto parecía tan interesado en las rosas? 

Él le dijo que quería conquistar a una mujer. Al oírlo así, diciendo mujer y no niña, le pareció que cualquier consejo que pudiera darle lo acercaría a una jovencita que acabaría siendo su esposa. 

Viendo a su propio esposo, le preguntó a su hijo:

¿A ella le gustan las flores? 

No sé, le contestó mi abuelo. No sé si le gustan. Pero le gustarán. Con ellas le construiré una casa. Ya verá, madre. Una casa cuyos cimientos serán las rosas. 

Mi abuelo hablaba del dinero, pero su madre pudo visualizarlo: una casa en la que colgarían flores desde el techo en racimos; las flores rodeando las ventanas de la casa, haciendo que el exterior palideciera comparado con el hogar, que siempre sería tan colorido y tan hermoso, con las raíces por todos lados, y las flores como pequeños botones de vida. 

Tienes que saber si le gustan las flores, insistió su madre. Seguro le gustan, pero tú pregúntale, hijo. 

Al hablar de nuevo del tema, mi abuelo le contestó:

Sí le gustan, madre. Le dije que le gustaría que le construya una casa con ellas. 

Vio a su hijo ganar dinero, llevar dinero a la casa, ahorrarlo, comprando una bicicleta que luego salía a mojar con la lluvia, y en cada nueva acción desmesurada, al pelear con sus vecinos, al enterrarles flores, le preguntaba, simplemente:

¿Lo haces por ella? ¿Lo haces por su bien?

Mi abuelo esperó a que su padre no lo oyera, para responder:

Sí, madre. Todo esto lo hago por ella.

Su madre nunca fue tan feliz como ante esa promesa: su hijo algún día haría feliz a una mujer. Las cosas cambiarían. A ella la habían secuestrado en un caballo, sin preguntarle si quería el caballo o irse, y aunque no odiaba la vida que tenía, que su hijo quisiera darle una casa de flores a su futura nuera la llenaba de ilusión. No se detuvo nunca a pensar que su hijo no hablaba literalmente. Ella vivía su propio sueño, a través de él, y sobre todo, de la jovencita que no había llegado a conocer.

¿Cómo es ella?, le preguntó.

Mi abuelo, que no hablaba mucho, trató de expresar todo lo que pudo en pocas palabras, palabras que su madre no fuera a olvidar para que cada vez que él la mencionara ambos vieran lo mismo.

Son verdes, mamá, sus ojos.

Una noche, cuando el cielo aún tenía sus constelaciones, cuando la ciudad aún no competía con su luz contra el universo, le enseñó los colores en los ojos de la jovencita, extendiendo sus manos en todas direcciones como si ella fuera su todo. 

Ahí donde vivían, en la ciudad, casi nadie tenía los ojos verdes. Cafés, la mayoría. A él le habían hecho burla, cuando era joven. Le decían gringo, extranjero, y le decían que volviera a su casa, que estaba en un suelo mágico que no le pertenecía. Cuando se burlaron de él al poner su puesto de flores, sospechó que la burla empezó ahí, que había sido diferente desde el principio, y que lo que otros veían en sus ojos él no podía verlo en los ojos de nadie. 

Entonces ya sabes cómo llamarle a tu negocio, le dijo su madre. También el color que deberán tener tus rosas. 

Él había experimentado con muchas combinaciones de colores, enterrando sus juguetes, basura, y toda clase de artículos que encontraba. Aunque bonitas, ninguna lograba recordarle a ella, y fue hasta que sin querer se le cayó una moneda enmohecida que la flor perfecta para él se apareció entre sus pies. Quién sabe cuántas flores habían crecido en sus intentos. 

Cuando yo le preguntaba qué hizo con ellas, siempre decía que se las regaló a su madre.  

Mi padre lo desmentia:

Sí lo hizo, pero sólo al final. Al principio, tu abuelo hizo pedazos las flores. Las cortó con tijeras y mezcló los pétalos esperando que surgieran las que él quería. Sí estaba un poco loco tu abuelo. Era mi abuela la que las rescataba de él, para que no las matara. Le decía que pensara en la casa, la casa y ella, la de los ojos verdes. Qué va a pensar ella, le reclamaba. Qué diría ella si te viera destruyéndolas en su nombre.  

De pronto dejó de hacerlo, porque lo convenció la rosa enmohecida, la flor verde, las más bonita, la nacida de apenas un centavo, por accidente. 

Él les llamaba a sus flores las de los ojos verdes por una razón que sólo conocía su madre, pero que nadie cuestionaba porque a todos les parecía obvio, por sus propios ojos. 

***

A mi abuela la conoció antes de empezar su negocio, en una visita a un pueblo del norte, cuando su padre lo llevó ahí esperando hacerlo macho, montando a caballo. Habían estado montando en las últimas horas. Hasta el caballo estaba deseoso de parar. Estando ahí, comiendo uno de los panes más famosos de la región, exhausto y sudoroso, mi abuelo la vio. 

Tú también deberías ir algún día a ese pueblo. El pueblo de las de ojos verdes, recalcaba, como si al igual que las flores, mi abuela hubiera tupido cada rincón de la tierra. Como si todos los ojos verdes le recordaran a los suyos.

Dejó a su padre comiendo solo, alcanzó a la joven y se puso a hablarle de lo bonita que era. Nomás faltaba la rosa en la boca de mi abuelo para cortejarla como él quería, como si estuvieran en un baile, pero eso tenía fácil solución: ella debía ir con él a la ciudad de las rosas. Ahí él podría acercarse a cualquier sitio, alargar el cuello apenas un poco, y podría arrancar una con sus dientes para ella, aunque mordiera sus espinas.

Era la historia perfecta, según mi padre, hasta que me recordaba que esa no era mi abuela.

Mi abuelo se negaba a admitirlo, pero mi papá era implacable con él:

Esa era otra niña. No te hagas, papá. Mamá era más bonita, pero más tímida, y ella no salía entre semana así, más que para comprar algo. ¿Cómo pudiste confundirla, si dices que te había gustado?

Él había conocido a mi abuela en su segundo día en el pueblo. Al verla, se confundió con la otra, con la que lo fascinó por primera vez, según sus palabras, porque todas tenían los ojos iguales. 

Chiquilla, es que tienes ojos bien bonitos, le decía a mi abuela, ¿cómo no iba a verlos en otra antes de ti? Eran una premonición de los tuyos. 

A sabiendas de que debía conquistarla, le pidió a su padre que se quedaran en el pueblo un par de días más, y él accedió con la excusa de que sería para que su hijo aprendiera a montar. 

A la mañana siguiente la invitó a sentarse en el kiosquito del pueblo, pensando que era la otra niña. Ella pensó que él deseaba ser visto a su lado, pero mi abuelo sólo quería ver sus ojos sin el cansancio del sol, que los transparentaba. Ahí, bajo la sombra del kiosquito, podía verlos como eran: luces contrastando la oscuridad, la casa de sus sueños brotando hacia él como una exhalación, el bosque entre estrellas de noche. 

¿Ya pensaste en lo que te dije ayer?

Apenas te estoy conociendo ahora.

Debió ser entonces una premonición.

Ambos se rieron, cómplices.

Seguramente eres como uno de los hombres del espacio. He oído que allá arriba el tiempo es diferente. Vienes del mañana, y por eso la confusión. 

Apenas entonces comprendió que no era la misma, y se alegró por ello. 

¿Te gusta vivir en este pueblo?

No voy a quejarme. ¿Para qué quieres saber?

¿Te gustaría vivir conmigo, lejos de aquí?

Eso había escalado rápido.

No sé si quiero irme, pero podrías contarme cómo es allá. 

A él le sorprendió que ella lo tuteara. 

Mi abuela, que nunca había salido del pueblo, era curiosa. Necesitaba algo para interesarse. ¿Qué iba a llamarle la atención de él? ¿Sus ojos? Ella estaba acostumbrada a esos ojos verdes e intensos, a que trataran de poseerla con ellos. Pero no estaba acostumbrada a que le hablaran de otro sitio, que bien podía ser como otro mundo, con sus propias reglas.

Como él vio la chispa en sus ojos, le contó de las flores.

Yo podría crear rosas para ti. 

Ella no supo qué responder. 

Lo digo en serio. Aquí eso no se puede.

Pruébalo. 

Mi abuela no sabía si eso no era posible: nunca había enterrado algo en la tierra con el fin de hacer crecer una rosa. A lo mejor simplemente faltaba intentar. 

Se alejaron del kiosquito, hasta una de las jardineras de la placita, y ahí mi abuelo enterró su calcetín, cubriéndolo con cuidado como si pusiera en él todas sus esperanzas de que no brotara nada. Necesitaba que esa tierra lo rechazara, porque sólo así podría convencerla de irse con él. 

Al ver que nada brotaba, él le dijo:

¿Lo ves?

Pero ella no lo veía.

No han pasado más que unos minutos. Dale tiempo. Las rosas no crecen de la noche a la mañana. Así no son las rosas. Necesitan tiempo.

Para mi abuelo, todo lo que ella decía estaba mal. Claro que las flores crecían de un segundo al otro, del mismo modo en que el cielo pasa de azul a negro en un momento, y las estrellas se hacen visibles.

Mañana vengo por ti, le dijo. Voy a llevarte a la ciudad.

Primero quiero ver si crece. Déjame ver si algo crece. ¿No quieres ver tú también? 

Al día siguiente, poco antes de irse, se encontró con mi abuela y le insistió en que se fueran juntos a su casa hecha con rosas. Igual que la madre de él, ella también imaginó que hablaba de una casa donde las flores reemplazan los muros y, aunque pintoresca, pensó que viviría perpetuamente lastimada por espinas.

Dale tiempo, aún no crece, pero puede crecer. ¿Por qué no vuelves luego?

En el fondo, ella no sabía si quería que él tuviera la razón. Le daba curiosidad conocer aquel mundo citadino lleno de rosas, pero no podría visitarlo simplemente; si iba con él, debía ser porque eran una pareja, porque se la llevarían para siempre. Para conocer otra tierra, ella debería dejar la suya, pero no estaba segura de si cambiaba un jardín por una maceta o si, como él decía, le regalarían algo tan majestuoso como un bosque en el cielo. 

Cuando voltees a ver la Luna, piensa en mí, le dijo mi abuelo. Allá arriba plantaron una rosa que vive sin aire. No olvides eso. 

Mi abuela pensó que él estaba loco, pero al menos parecía ser tan curioso como ella, y le prometió que lo esperaría. 

***

Mi abuelo tardó meses en volver al pueblo. Primero quiso asegurarse de que había ahorrado lo suficiente para darle un hogar. 

Cuando lo vio llegar en su bicicleta oxidada, mi abuela corrió a ver si había brotado una flor donde habían puesto el calcetín, y como no había nada ahí, supo que él se la llevaría. 

Vine por ti, como te dije que lo haría.

Mi hombre del mañana, le respondió.

Mi abuela le decía así, aunque a veces me daba la impresión de que entonces ella no tenía en estima el futuro, ahora que se daba cuenta que, igual que a todas las madres, él pensaba llevársela en un rapto, sin decir nada. ¿Cómo iba a tenerle estima al futuro si sólo parecía diferente por brillar más, a causa del metal en la bicicleta? 

Mientras la secuestraban, mi abuela se preguntaba por qué la bicicleta tenía tantos colores. Él la había parchado con toda clase de metales y materiales extraños que había encontrado. Era una bicicleta monstruosa. Los pedales tenían pedazos de piedra; los manubrios, hebras de madera; y el asiento era de esponja amarilla, sin contar el esqueleto de múltiples metales. 

¿A dónde me llevas?

A la ciudad de las rosas, ya te dije.

Pero no quiero ir ahí. ¿Por qué no vamos a otro lugar, uno que ni tú ni yo conozcamos?

Sí quieres, le cortó, sólo que aún no la has visto, y por eso no sabes que quieres. Cuando veas cómo crecen las flores, lo fértil que es allá, verás que ahí podrá crecer nuestra familia.

Mi abuela, me ha contado mi abuelo, meditó un segundo esas palabras:

¿Y si las flores no son tan bonitas como dices?

Claro que lo son.

No me molestaría crecer en un lugar lleno de flores, pensó ella, en voz alta, pero tampoco sé si eso es lo que quiero.

Pero sabes que me quieres a mí.

Para mi abuelo, su respuesta fue un signo de que todo saldría bien, y emocionado, esperando como hombre dar vida igual que la tierra, le dijo:

No me molestaría a mí tampoco, ver crecer ahí a nuestros hijos.

¿Hijos?

Apenas la secuestraba y ya estaba hablando de hijos. Pero mi abuelo había tenido mucho tiempo para formarse una idea de lo que quería: él era fértil y estaba acostumbrado a que las cosas crecieran; él quería muchos hijos, y si la tierra le había dado todo, ¿por qué no una mujer? Ella tendría tiempo para pensar en eso después del secuestro, cuando se volviera su esposa, cuando sus ojos verdes le pertenecieran a él. 

No sé si quiero tener hijos, le dijo ella. ¿No crees que es muy pronto para pensar en eso?

Haces muchas preguntas.

Pero es que no sé si quiero. No sé si algún día querré. 

Tú no sabes eso, pero sí supiste algo. Que venir conmigo era la respuesta a tus preguntas. 

No hablaron durante gran parte del trayecto, en el que pararon para que él descansara. Se veían a los ojos y, mientras uno veía las constelaciones apagándose, sin razón, la otra veía un brillo amenazante. No había tenido mucha elección al ir con él, pero debía tantear el terreno. 

¿Y si tú no conoces realmente a las flores que tanto te gustan, y un día cambian de color? ¿Qué harás?, le preguntó, cuando al fin volvió a hablar.

Habían vuelto a la bicicleta. Él pedaleaba duro. Entonces mi abuelo le contó lo que hizo: cortar las flores en pedazos, mezclarlas entre sí, hundir metales y juguetes y toda clase de basura en la tierra. 

A veces hace falta eso, le dijo. A veces las cosas no son como deberían, pero si uno se esfuerza, la tierra es fértil y da frutos, aunque lo que uno ponga en ella no debería de dar frutos. En mi tierra eso es posible. 

Ella se estremeció. La imagen de aquel hombre haciendo pedazos la vida sólo porque se negaba a ser como él había querido le provocó un par de lágrimas. 

No siempre salen rosas, le dijo mi abuelo, tratando de consolarla. A veces la tierra parece entorpecerse un rato. Pero al final hace lo que yo quiero.

Le sonrió como si aquella afirmación pudiera darle paz a ella. 

Eso es lo que me temo, le respondió mi abuela. ¿Y si la tierra un día dejara de darte flores? Ya viste lo que pasó. Mi tierra no te dio nada. No brotó la flor.

Claro que tu tierra me dio algo… dijo, acompañando otra vez el estremecimiento en mi abuela. No pienses en esas cosas. Serás mi esposa, y no tendrás que preocuparte por las flores. Yo las haré; yo seguiré vendiéndolas y te daré una buena vida. Ya verás todo el dinero que junté para ti, para que tengas todo. Será una buena vida.

La vaga imagen de una casa de flores se deshizo. Él vendía las flores. Claro que él las vendía; él fertilizaba la tierra y luego arrancaba las flores sólo para venderlas. ¿Iban a venderla a ella también? ¿Esa era la buena vida que le prometían? 

Suspiró tan fuerte que mi abuelo pensó que trataba de pelarle la nuca.

No sé si quiero una buena vida, le dijo ella.

Es porque no la has visto, no sabes cómo será, pero yo te mostraré.

A punto de entrar en la ciudad, mi abuela le dijo, alzando ligeramente la voz, clavándosele a mi abuelo como espinas:

No me respondiste. 

Él no entendía. Comenzaba a impacientarse. Él le daba cosas a la tierra y la tierra le daba flores. Él le había dado su devoción a ella, la aceptó con su tuteo y su curiosidad, ¿por qué no podía aceptarlo como él a ella?

¿Qué cosa?

Ella tomó aire y se apartó el pelo del rostro, para que si él se giraba, la viera directo a los ojos:

¿Y si la tierra ya no te diera flores?

La cambiaría por otra, le contestó, volteando hacia ella, encontrando sus ojos verdes con los suyos, enmoheciéndolos con miedo.

Cuando llegaron a su casa, mi abuelo dejó caer la bicicleta, la enterró en un pedazo de tierra y acampó allí durante días, hasta que creció un rosal que tenía un brillo tornasol, único en todo el mundo. 

No las imaginé así, le dijo mi abuelo. Por primera vez, parecía a punto de llorar.

Decepcionado por lo que hizo, se dispuso a cortar las rosas, pero mi abuela las salvó. 

Tú sabías que no serían las flores de siempre, le dijo. Son unas flores magníficas. Lo hiciste muy bien. Ella insistió en que no debían morir solo por no ser lo que él quería que fueran. 

Se suponía que fueran verdes, con pequeños lunares de otros colores. Pero se le mezclaron todos, como en espiral. Parecen caramelos. O peor, un arcoiris. ¿De verdad te gustan así?

Parecía dispuesto a destruir todo su trabajo. Ella quería calmarlo. ¿Acaso aquel hombre se haría pedazos a sí mismo, también, si no era como quería, o como otros querían que fuera?

Nadie le dice que no a una flor arcoiris, le contestó. 

Mi abuela quiso ayudarle en su negocio, vendiendo las flores que él hacía. La marca seguía siendo certeza, en su nombre, sin importar los colores que adoptaron las rosas, cada vez más arriesgados y hermosos: Las de los ojos verdes seguían siendo famosas. 

De pronto más hombres, incluso los que se habían burlado de él, querían las flores que sacaba de la tierra. El dinero cayó como lluvia, y mi abuela se fascinaba al descubrir tantos ojos tan oscuros, tan hermosos. Había algo ausente en ellos, algo que vivía siempre en los ojos de su marido, cierto horror que su claridad hacía evidente.

Quizá esos otros hombres no son así, se ilusionaba. Puede ser que ellos sí llenen las casas con flores. O, mejor aún: puede que las dejen elegir con qué llenan su hogar.

Viendo que su esposa miraba cada vez más deseosa a otros, le regaló gustoso todas las flores que ella quiso, recordando el consejo que le daba a sus clientes: Regálele una flor, antes de que se fije en otros ojos. Él pensó que así ella se volvería a fijar en los suyos, que así la recuperaría. 

Desde que la llevó a la ciudad, ella no lo veía.

***

La historia de mi abuela es distinta. Ella odiaba las flores, al principio. 

Cuando se establecieron como una familia, a voluntad de mi abuelo, ella se hizo cargo de quedarse con las flores que salían mal y las vendía sin decirle, por si acaso se iba algún día. Luego le ayudó con las ventas y todo comenzó a ser estupendo. Volvía a casa con mucho dinero, satisfecha sobre todo de haber podido salir a diario, desde muy temprano hasta muy tarde, sabiendo que lo que comieran o lo que vistieran, sería fruto de su esfuerzo. 

Me ayudas ahora, le dijo mi abuelo, pero cuando vengan los hijos, te quedarás en casa a cuidarlos.

Mi abuela no estaba segura de querer tener hijos, pero ya nadie le preguntó. 

Como si fuese una extensión de la madre de su esposo, ella debía sonreír ante las creaciones interminables que él extraía de la tierra, aunque cada vez fueran menos; hasta que un día, para la tristeza mi abuela, al menos entonces, dejaron de crecer. Le daba igual la fertilidad de la tierra: a ella le gustaba salir, y sin las flores ya no podría. Ya había salido por ellas una vez, cuando la raptaron; ya había salido otra, al vender; ¿no era posible una tercera, para siempre? 

Estaba su dinero, debía quedarle eso… pero cuando las cosas se pusieron difíciles, ella lo usó para ambos. 

Nos habían quedado algunas rosas, le dijo mi abuela. 

A su modo, lo amaba. 

De pronto se le agotaron las opciones, las salidas, y eso apagó la luz que quedaba en sus ojos.

Tú me prometiste flores, le dijo mi abuela, cuando su guardadito se acabó y no era posible huir, pero tampoco quedarse. Dame lo que me prometiste.

Tú me prometiste un hijo, le reclamó él. 

Eso no era verdad, pero ella aceptó. Un hijo a cambio de más flores.

Mi abuelo condujo hasta un lote muy lejos, pero dentro de la ciudad aún, cerca de un sembradío, y enterró su auto. Le tomó días. Semanas. Quién sabe cuánto. Nadie pensó que fuera un loco, porque nadie supo, a diferencia de cuando había sido niño, lo que hizo con su medio de transporte. En aquel momento los autos eran muy costosos, pero quizá la tierra al fin le respondería si le daba algo enorme, algo que valiera el costo de crear algo para él.

La tierra no me da lo que quiero, pero yo cumplí mi promesa. No he dejado de intentarlo, le dijo él, envilecido por la rabia. Mi abuela no pudo creer que, en lugar de haber vendido el auto, lo hubiera enterrado. Quiso gritarle, pero no pudo, por su rabia. Porque la vida de su esposo no era como él pensaba que sería, porque la tierra lo había engañado, pero mi abuela no lo haría.

Y ella no lo hizo. Cumplió aquel trato que ya estaba roto.

Mi abuelo insistió en fertilizar a mi abuela, en poner a prueba esa segunda tierra que no debía resistírsele, que él había conquistado trayendo de otro sitio, como el astronauta que había llevado al espacio un poco de tierra de la ciudad de las rosas, haciendo crecer una rosa en un lugar sin oxígeno. 

Mi abuelo no entendía que mi abuela no era una rosa, y que ella sí necesitaba respirar.

Tu abuelo era un buen hombre, me repitió ella muchas veces, luego de que él murió. No lo juzgo por hacer lo que hizo. Ambos hicimos lo que pudimos. Ambos nos prometimos cosas; sembramos nuestras esperanzas en el otro y tratamos de cosecharlas. Él nunca hizo nada que supiera que estaba mal, aunque él no lo sabía todo.

Poco antes de morir, desesperado porque la tierra siguió negándose, mi abuelo decidió trabajar en un cementerio, como velador. Esperaba que al menos ahí la tierra devolviera algo. Los cementerios siempre habían sido jardines hermosos, con las flores más bellas, color hueso. 

Él me dijo que trataría de darme la rosa que me prometió, aunque él mismo tuviera que entrar a la tierra para dármela. 

Mi abuela lo vio acabarse poco a poco, hasta que un día lo convenció de dejar el cementerio, porque si estaba tan cerca de la muerte, sólo le tomaría un paso llegar a ella.

Al final, como todos, él acabó muriendo.

Mi abuela quiso mostrarme algo, algo que mi padre no había querido que yo viera. Junto a la cama que habían compartido tantos años había una rosa hueso, hermosa como ninguna que hubiera visto, con pequeñas manchas verdes, como lunares, entre sus pétalos. Dos puntos apenas. Intensos ambos, vivos. 

Se pueden decir muchas cosas de tu abuelo, pero una de ellas no es que haya faltado a una promesa, o que se haya rendido. 

Nunca vi llorar a mi abuela por su muerte, pero en ese momento lloró. 

***

Al poco de la muerte de mi abuelo, anunciaron en las noticias que la flor del espacio aún seguía viva. No era blanca, sino de color hueso, haciendo juego con la Luna. Cuando la NASA quiso más tierra para analizarla y poder recrear su fertilidad, descubrieron que la habíamos matado. 

Mi abuelo había nacido en la ciudad de las rosas, pero yo crecí en la ciudad donde mueren, así, a secas, sin aclarar qué es lo que muere. Así le decía mi abuela, cuando recordaba que se la llevaron a la fuerza. Luego ella también murió.

Hoy me parece un nombre apropiado.

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