Supe que mi hijo le había puesto Galaxio a su perro una tarde, cuando Galaxio me lo dijo. No movió su hocico, ni emitió ruido alguno. Traía entre los dientes un sandwich que se había robado de la mesita junto al sillón donde yo estaba, en la que había dejado mis esperanzas de un buen día depositadas en el control de la tele.
Max piensa en las estrellas cuando me mira, lo oí decirme.
Aparte de nosotros tres no había nadie más ahí, y pese a que la voz sólo estaba en mi cabeza supe de inmediato que era suya.
Habíamos adoptado a Galaxio en una veterinaria no muy lejos de casa. Max se había fijado esquivamente en él, un golden retriever retraído, casi meditabundo. La veterinaria, una mujer joven que parecía no querer meditar la pobre situación del animal, se acercó de inmediato hasta donde yo estaba. Trató de saludar a Max, pero este le huyó con los ojos.
—Dígame, ¿ese perro está bien? —le pregunté.
No podía dejar de mirarlo. Tan pequeño y dorado, llamaba una atención que no parecía querer, que lo incomodaba incluso.
—Es un perro con mucho que decir —contestó.
—¿Ladra mucho?
—No, por supuesto que no quise decir eso. Lo lamento.
La naturalidad con la que hablaba de la personalidad del perro me hizo notar que comprendía muy bien algo que el resto no veíamos.
—Es una hermosa criatura, aunque un poco extraña, si me permite ser sincera —dijo la mujer.
No estaba haciendo un gran trabajo en venderme la idea de la adopción, pero no era necesaria. El golden se había acercado hasta el límite de su pequeña jaula sin hacer mucho escándalo, y se dejó acariciar por Max, que debió haber abierto la jaula aunque no parecía propio en él.
—¡Max! —se me salió gritarle.
—No se enoje con él —me respondió la veterinaria, un poco asustada, como preparándose para defender a mi hijo.
Pero yo no estaba enojado. No había gritado por eso. Como la veterinaria no había convivido conmigo, no sabía lo que significaban mis gestos, no percibía el tipo de humanidad que yo ponía en ellos. De algún modo, ella conocía mejor a esos perros que lo que llegaría a conocerme jamás, así que tuvo sentido para mí que fuera yo, y no aquel perro extraño, quien la desconcertara.
Max acariciaba a Galaxio con tanta naturalidad, tan feliz se le veía, tan abiertamente feliz, que la veterinaria pudo leer su felicidad en su cara, sin explicación previa. Sin conocerlo. Max había logrado comunicar lo que sentía con tanta eficiencia que las palabras, como también había probado yo, habían resultado ser inútiles.
—Nos lo llevamos —le dije.
Cualquiera que fuera el lazo que unía a Galaxio con mi hijo, parecía indestructible. Su mano y su pelaje, ambas cosas, ambos cuerpos, se habían ido volviendo uno. A veces me daba la impresión de que Max lo apretaba mucho, al abrazarlo, pero la mayoría del tiempo sólo agradecía que quisiera. Igual que la veterinaria, me entusiasmaba descubrir una felicidad que yo habría sabido reconocer incluso si no fuera mi hijo.
Muchas veces había pensado en eso. En que ojalá Max no hubiera sido mi hijo. Me sentía culpable de inmediato, pero resultaba tan difícil comunicarme. Sentía injusto que él no me diera las facilidades que otros hijos dan de inmediato a sus padres, incluso sin querer; tan fáciles que parecen naturales, aunque haya tantas otras formas de comunicarse. Al final me consolaba pensando que incluso si a veces sentía eso por él, no significa que no lo quisiera; en todo caso, lo que sintiera no cambiaba en nada mi relación con él.
Una vez una amiga me había confesado que era incapaz de sentir lo que sea por nadie. Yo miré de inmediato a sus dos hijos, un par de gemelos preciosos, que siempre trataban de hacer lo que fuera por ella, por estar cerca de su madre.
—¿Cómo lo haces? —le pregunté. Para mí, no tenía sentido.
—La verdad es que no los quiero, a ellos tampoco puedo quererlos. Pero los trato como si lo hiciera. Los mimo, los cuido y estoy ahí para ellos como cualquier madre que ama a sus hijos, incluso si yo no los amo. Quisiera amarlos, pero no puedo. Hay algo en mí, en mi cerebro, que no me deja.
Pero Max sí me quería, y yo a él. Nos amábamos, aunque nuestro amor no pudiera verlo nadie más, aunque tuviera escondido debajo otra cosa: miedo. Sí, miedo, de él a mí y yo a él; miedo porque nos fallara la comunicación y porque alguna vez funcionara y no supiéramos qué hacer. Cambiaría todo, aprenderíamos a reconocer todas nuestras sutilezas y haríamos algo con eso. Miedo a que nuestro amor no tuviera la incomunicación en contra, sino que se nutriera de ella. Pero ahí estaba mi amiga, sin amor, tan amorosa.
Así que lo nuestro no podía ser tan difícil.
Esa tarde en que Galaxio me confesó su nombre, yo lo miré igual que siempre, mientras se acercaba hasta mí, con Max dormido en el suelo sobre su gran rompecabezas de foami. Se habían recostado juntos, pero Galaxio se apartó hasta el sillón donde yo estaba.
Es un niño muy amoroso, me dijo Galaxio. Cuando se tragó el sandwich, pareció sonreírme. Tenía la expresión típica de un perro que es muy feliz. Pero yo sabía que esa gran boca abierta y su lengua de fuera significaban que tenía calor: no regulaba la temperatura de su cuerpo transpirando, así que abría la boca. Pensándolo bien, era más parecido a una medida de emergencia biológica que a una expresión emocional, y aun así la mayoría no habría dudado en señalar lo feliz que era Galaxio.
Pero sí soy feliz, me dijo.
Fue entonces que supe que no sólo lograba hablar dentro de mi mente. Él podía ver lo que había ahí.
Me paré, tratando de alejarme como si poner una distancia entre los dos apartara su mente de lo que había pensado entonces. Llevaba todo el día rumiando mi cansancio, a los hijos de mi amiga, sus grandes sonrisas. Había sido un mal día. No era justo que él entrara a mi mente cuando me sentía así. La mayoría del tiempo no pensaba en esas cosas. La mayoría del tiempo sólo estaba agradecido de tenerlos ahí.
Ya lo sé, dijo cuando comenzó a seguirme, aún con su gesto malentendido por sonrisa. Sé que quieres a Max, y sé que a veces no.
Caí al suelo sobre el rompecabezas de foami, a un par de metros de mi hijo. Volteé de inmediato para ver que no tuviera nada, que yo no le hubiera hecho nada. Sería el colmo si lo dañaba por culpa de mis sentimientos, imposibles para mí de expresarle.
Él también tiene sentimientos así. Él tampoco te entiende, me dijo el perro. La claridad de su voz no tenía nada que ver con su cercanía física, lo que me desconcertó más.
Me sentí indefenso. Quién sabe cuántas otras cosas sabía de mí, aunque las hubiera pensado lejos de casa, o cuando dejaba a Max al cuidado de su tía, para tomarme una noche libre una vez al mes. Seguramente podía ver mis pensamientos aturdidos por alcohol, explosivos por la tristeza de que su madre ya no pudiera estar con nosotros, y de que en el fondo ni siquiera supiera si él alguna vez llegaría a quererla, si no sabía si me quería a mí, que siempre estaba con él. Cuando más ebrio estaba, me cruzaba por la mente que quizá él no comprendía aún lo que era la muerte, y su madre simplemente no existía o era la foto que insistía en señalarle, y él no tenía por qué apreciar una foto.
Tus miedos están justificados, repitió Galaxio varias veces, como si alguien le hubiera dicho eso a él, antes, y tan sólo hiciera eco de ese momento. Parecía tan meditabundo como la primera vez que lo vi. Debía de tener ese tono maduro en voz de tanto pensar, y quizá porque incluso si a mí me parecía un perro joven, en realidad los años que habían pasado desde que lo adoptamos lo habían vuelto un adulto más grande que yo.
Galaxio se acostó junto a nosotros, con su colita cerca de Max, para que pudiera sentirlo cerca y con su hocico sobre mis piernas. Con sus ojos sobre mí, tan cerca, comprendí por qué mi hijo lo había llamado de ese modo. Sí daba la impresión de que hubiera galaxias en él.
Tu hijo piensa que soy como una pequeña galaxia, pero sabe que soy macho, como él. Así que me llamó Galaxio para que no te molestes.
¿Por qué iba a molestarme?, pensé. No trataba de ocultar nada al callarme, pero me había acostumbrado a cuidar muy bien lo que decía en voz alta, por instinto, para no hacer más difícil la comunicación.
Porque te ha oído hablar. Le has insistido mucho en cosas como esa. En llamar a las cosas correctamente. No inventar palabras. En decirte lo que quiere. En saber qué son las cosas. Y él quiere que sepas que sabe.
Con su lengua de fuera, me costaba trabajo tomarme en serio su voz, pero lo hice, porque teníamos la conversación más seria que hubiera tenido nunca.
Galaxio, dime, ¿has estado escuchando lo que pienso desde que llegaste?
Mi hijo apretó ligeramente la colita de Galaxio, luego de buscarla a tientas un momento. Se había mostrado conflictuado al no encontrarla, pero apenas la sintió volvió a dormirse. Galaxio me había desviado la mirada, ambos nos habíamos fijado en aquel niño tan dulce y tan callado.
Desde el primer día, me dijo.
De pronto me sentí molesto, con el miedo ya dejado atrás. La invasión a mi privacidad, de esa forma, no tenía justificación.
Lo siento, me dijo. Yo tampoco te entiendo. Pero trato.
Tenía en sus ojos una mirada que yo aún no comprendía, pero con el paso del tiempo, de la convivencia, lograría comprender. Significaba algo muy profundo: estaba avergonzado; no del modo en que los perros se avergüenzan por romper cosas, sino del modo en que lo hacen cuando sienten que no son suficiente para sus humanos, cuando los ven marchándose para trabajar y, sin embargo, piensan que los están abandonado.
Quedarse solos es un castigo por haber sido unos perros malos.
Ninguno de los dos te entendemos, insistió. Cuando hablas, no sabemos por qué gritas con ciertas cosas, ni por qué repites otras que comprendemos desde la primera vez. Tampoco comprendemos por qué mueves tanto la cara, por qué nos dices cosas en formas que sabes que no podemos comprender.
Miré otra vez el rostro de Max, su tranquilidad al tocar a Galaxio, su quietud al dormir. Nunca se me había ocurrido que al soñar entrara a un mundo creado por él, que debía comprenderlo mejor que nadie. Que la imaginación era un hogar en el que podía refugiarse, tanto como los pelitos de Galaxio, entre los que se perdía en abrazos insistentes. Esperé que así fuera, y no que al dormirse replicara este mundo, haciendo de su tormento una realidad y una pesadilla.
Me pregunté cómo eran sus pesadillas; si acaso compartía la mía. Si él también soñaba a veces, cansado, con tener otro padre, uno que pudiera comprenderlo.
Galaxio me miró de nuevo con sus grandes ojos, tan bellos como todo él, como mi hijo, como nuestra familia.
¿Quieres que responda a la pregunta?, me había dicho, sentándose en dos patas, tratando de poner sus ojos a la altura de los míos.
—No hice ninguna —le reproché, huyendo de mi mente.
Me puse de pie para no verlo y comencé a recoger la casa. Galaxio no se movió de su sitio. Se giraba para mirarme, ya con el hocico cerrado, muy serio. Debía sentirse tranquilo, mientras yo trataba de huir de él a toda costa.
No te hice ninguna pregunta, pensé como si gritara.
Sí la hiciste, me respondió. Pero si no quieres la respuesta, no te la diré.
Cuando Max se despertó, aquel golden telépata se acercó hasta él, recibiéndolo con un abrazo, o con la forma en que Galaxio lo abrazaba, poniéndose ahí para que fuera mi hijo quien comenzara el gesto a su ritmo.
Max me miró con algo tan parecido a la vergüenza y el miedo. Ya había visto eso en sus ojos muchas veces, pero recién me acercaba a comprender lo que significaba.
Sí, pensé. Quiero saber. Quiero que me digas.
Pregunta en voz alta, me dijo.
Todo mi cuerpo se sintió tenso y débil, avergonzado y asustado. Era ridículo que lo preguntara. Pero lo hice.
—¿Mi hijo me quiere?
Trataba de adivinar lo que él estaba sintiendo, pero haberlo hecho no habría resuelto nada. Galaxio era la prueba. Galaxio veía el interior de mi mente y no era capaz de comprenderlo. Para él, mis gestos y mi forma de ser resultaban anómalos. Para todas las otras especies del mundo debían de serlo. Si hubiera sido mi hijo el que hubiera desarrollado telepatía, seguramente se habría perdido igual entre signos de significados secretos. ¿Él le habría preguntado alguna vez a Galaxio lo mismo que yo me preguntaba?
Yo debía saber que mi hijo me quería. Él me lo comunicaba de tantas formas. Él se esforzaba también. A veces mi incapacidad de comprenderlo se interponía en el amor que me daba.
Esperé a que la voz en mi cabeza respondiera algo, que una voz calmara mis miedos.
Pero era yo quien debía calmar los de mi hijo, así que igual que su perro me aproximé, sentándome en el suelo, poniendo mi cuerpo cerca del suyo. Mi hijo comenzó a acariciarme el cabello, era un gesto que él ya conocía de sobra, de tanto practicarlo con Galaxio. Luego, sin hacer ruido, sin decirme nada, me abrazó tomándome por la espalda, muy fuerte, como si se sujetara de mí para no perderse.
Quise girarme, para verlo. Pero no era en sus ojos donde estaba el lenguaje de su amor.
Miré a Galaxio como quien mira la verdad plasmada en las estrellas.
Mi hijo había tenido razón al llamarlo así.