Dos capítulos de una novela inédita

2

Todo comenzó con una carretera obstruida por los cuerpos de una familia igual  a la mía. Miento, no era igual. Ellos habían sido cuatro hasta que llegó el quinto,  luego aquello les pasó y se restaron tres miembros mientras nosotros  seguíamos vivos y atorados en la carretera, intactos en número.  

Si desde niños nos enseñaran a contar con personas en lugar de con  abstracciones, personas como un hermano muerto o una madre que ya no  volverá a casa, aprenderíamos que la diferencia entre cuatro y cinco es  abrumadora, que restarle tres a cinco es insoportable. Decir que tres no  importan sólo es creíble para quien habla fríamente de millones; aunque  restarle tres al todo, sea cual sea la totalidad, es a fin de cuentas quitarle una  parte. Quizá así aprenderíamos que nuestra propensión infantil a sumar sufre  una mutación que lo invierte todo y comenzamos a restar a todas horas cuando  crecemos.  

Un día nuestra realidad, aquél cien por ciento antes compuesto por un par de  gentes, se vuelve tan grande como el mundo y, aun así, cada pérdida es tan  dolorosa como restarle uno al dos.  

Quizá el padre se aburrió de conducir como yo me aburría en clase de  matemáticas, por considerarlo un asunto mecánico que no requería el esfuerzo  de prestar atención. Por eso acabó durmiéndose a ciento veinte kilómetros por  hora. No me lo supe explicar entonces, no imaginaba que alguien se aburría a  esa velocidad. Esa velocidad solo existía en las películas de acción, donde en  realidad no existía. Era falsa. 

A mi padre le encantaban esas películas. Le fascinaba cómo el tiempo se pasa  volando entre persecuciones, peleas y explosiones de toda clase, como si la  velocidad de los autos obligara al conductor a saltarse el tiempo muerto que es  el resto de la vida.  

Quizá eso fue lo que pasó entonces, cuando el padre no pudo ver que el auto  de la familia iba a parar debajo de un tráiler, con lo grandes que son. Yo no  alcanzaba a imaginar a dos cuerpos de tal magnitud superponiéndose con esa  desesperación, como si fueran los últimos en un juego de sillas musicales y  ninguno quisiera perder.  

El padre sobrevivió, siempre es así. Si nuestro auto se hubiese estrellado  aquél día, mi padre también habría sobrevivido. De eso no tenía dudas. A lo  mejor todos sobrevivían menos yo: nunca he tenido buena fortuna, o quizá lo  que tengo son problemas de perspectiva. Sin mí, ellos podrían haber seguido,  pero sin ellos, ¿qué iba a ser de mí? Aquél escenario me pasó por la cabeza por  primera vez. Si yo era el menor, ¿les iba a sobrevivir? ¿Iba a estar ahí al final,  cuando nuestro mundo se acabara? Entonces vislumbré una verdad, quizá la  primera que descubría por mí mismo. El fin inevitable de la vida es restarle a  uno todo hasta quedarse sin nada.  

La madre alcanzó a poner el bebé de sus brazos detrás de sus piernas. Quizá  gritó ¡Cuidado! a los mayores mientras cobijaba al menor tras sus piernas,  ocultándolo de la muerte como si le mintiera a la cara. Sólo tengo dos hijos,  muerte, la imaginé diciendo, como un niño que oculta los dedos tras la espalda  cuando miente para así sentir que no miente y también salvarse del castigo.  

La muerte se llevó a la madre y a los dos hijos mayores. Tres cuerpos en la  carretera que mis propios padres no evitaron que yo viera y como no pudieron evitarlo me mintieron afirmando que todo estaba bien, que volviera a meter la  cabeza en lo que sea que estuviera haciendo.  

Ni siquiera pudieron calmarme con propiedad. No podían recordar qué  estaba haciendo yo antes de detenernos. Ni podían recordar la prisa que  parecíamos llevar unos momentos antes. Nos habíamos detenido por completo,  pasmados; mi padre con la mano en la puerta del auto y mi madre con las manos  en la boca. Mentir requiere esfuerzo y ellos no podían con más que el peso de  sus propios miedos. 

A media espera llegaron oficiales, quienes comenzaron a entrevistar al  conductor del tráiler. Éste se rehusaba a salir de vehículo porque no toleraba  mirar el rastro de su viaje, un rojo igual al que teñía el interior de sus ojos que  lloraban lágrimas incalculables, incluso sin atreverse a echarle un vistazo a lo  que dejó atrás. No sé qué le habrán dicho, no sé cómo se le dice a alguien que  tres personas han muerto y que, aunque no es su culpa, sus muertes estarán  para siempre atadas a él. Le habían sumado sus ausencias.  

En ese entonces, la única presencia que creía atada a mí era mi ángel de la  guarda, otra de esas mentiras que le cuentan a uno de niño para que no crea  que acabará siendo una mancha en la carretera. Supongo que esos niños, los  hijos que ya no se levantarían nunca más ni se quitarían las sábanas blancas que  los oficiales acabaron por ponerles, también pensaron que sus ángeles los  cuidarían; quizá no del asfalto, quizá no de perder la cabeza; ellos debieron  tener sus propios miedos e inseguridades. Ellos se volvieron mi miedo como  alguien más era el suyo. Yo, como el conductor, me até del cuello para siempre  a los dos niños, me sume sus ausencias no mucho mayores a la que habría  dejado yo, mientras el padre y el bebé eran llevados a otro lado, aliviándonos a todos del ruido de sus gritos y de mirar cómo el padre resistía desmayarse sólo  porque no quería matar a su otro hijo al dejarse caer. 

Cuando movieron el cuerpo más alto, la que debía ser la madre, abrieron el  paso de un carril en la carretera y nos permitieron seguir hacia nuestros  destinos. El nuestro, vacaciones en la playa, diversión, mar, mucha arena,  parecía cobrar de pronto una doble función: ya no sólo nos haría olvidar el tedio  normal sino el miedo extraordinario también. Visto en retrospectiva, el miedo  de aquella escena no me resulta extraordinario, pero entonces debió serlo.  

Cuando nuestro auto rodeó el camino, dejando atrás a la familia reunida de  pronto por última vez, mi padre encendió la radio y fingió que nada pasaba.  Fingió que no habían muerto, ni que habían puesto el cuerpo de la madre y de  los hijos muy cerca, como si los oficiales le concedieran al cuerpo proteger a los  hijos con un abrazo.  

Carraspeando cada tanto, parecía pedirle a mi madre que fuera ella la que  rompiera el silencio, no quería ser él quien nos arruinara la vida con lo que sea  que nos fuera a decir. Con la verdad. Ella sabría decir mejor lo que tuviera que  decirse. Era necesario mentir.  

Pero mi madre tampoco supo qué decirnos. Comenzó preguntándole a mi  hermana y luego a mí si estábamos bien. Mi hermana no paraba de mirarme.  Mi hermana siempre cuidaba de mí. Dijo que todo estaba bien, que cómo no  habría de estarlo; me dio palmaditas esperando que yo no me hubiera dado  cuenta de nada. Desde que nos detuvimos en la carretera intentó  entretenerme: me hizo cosquillas y me contó un chiste tan gastado que creí que  se rompería mientras lo contaba. Yo no quería contradecirla. Decepcionarla  habría sido fatal. Si yo había sido contaminado con la muerte, si le mostraba las ausencias que me había echado encima, habría sentido que todos sus esfuerzos  no habían valido nada.  

Yo estoy bien. ¿Por qué?, le dije.  

Fingí no entender qué estaba ocurriendo. Mentí por omisión porque sabía  que su pregunta llevaba implícito un deseo de mentira. Si yo decía que tenía los  cuerpos grabados desde entonces y para siempre como una soga hecha de  manos entrecruzadas alrededor de mi cuello, me habrían explicado que la  muerte es una cosa terrible que les había pasado a ellos pero que no me pasaría;  yo no quería que rasgaran tanto la verdad con una mentira tan atroz.  

Cuando llegamos a la playa, una hora después de retomar el camino, mi  padre esperó a que mi hermana y mi madre se fueran hasta el cuarto donde  pasaríamos dos noches. Pensé que me diría que no entrara al agua yo sólo, que  no querría sacarme, otra vez, a punto de ahogarme como las otras veces que  fuimos al mar. En cambio, tomó mi hombro, sin gentileza pero sin presión, me  acercó hasta él y me dijo muy quedo: 

Aquella familia se murió porque su padre se quedó dormido. Yo no voy a  quedarme dormido. Nunca.  

Pero luego de un rato me asomé a su cama y lo hallé dormido, como  esperaba. 

Aquellas vacaciones mis papás estuvieron más divertidos que de costumbre.  No sólo querían hacernos olvidar un accidente; debíamos olvidar la muerte, esa  extraña que de niños ignorábamos porque la muerte empieza cuando crecemos  y no habíamos crecido todavía. O eso pensaba hasta entonces. Aquellos niños  de la carretera se volvieron la prueba que destruyó mi hipótesis. 

A veces imaginaba que mi hermana me encontraba muerto, pero temí que  si me moría tan joven murieran muchos de sus sueños.  

Mi madre no mencionó el tema de la muerte. Preguntaba cómo estaba, pero  lo hacía sonriendo, como si quisiera saber qué tan feliz era y no que tan  traumatizado quedó su hijo.  

Así pasamos las vacaciones.  

Cuando volvimos no supe a quién contarle lo que pasó. Volvía a la  normalidad, donde los números son figuritas abstractas que representan cosas  más importantes que las cosas que aluden.  

Si por casualidad mencionaba los brochazos de sangre, mis compañeros se  horrorizaban y se alejaban de mí tan rápido como se huye de una tragedia o un  asesino. En aquel entonces, si alguna vez oíamos a un vecino pasar por las  mañanas, gritando alguna noticia fatal, diciendo el nombre de otro vecino  muerto a balazos por alguna deuda indecible, nos sorprendíamos horrorizados.  Era tan atípico que escuchar a aquél hombre (el anunciante de la muerte, el  vocero de las restas, qué sé yo, alguien cuya voz conocíamos pero no tenía  rostro; a lo mejor era la misma muerte), o escuchar que alguien mencionara a  la muerte en las noticias, suponía un asunto que podíamos recordar con el  detalle de quien almacena en el secreto de su cabeza un álbum de raras cartitas  coleccionables.  

Hace una semana que no muere nadie, hace un mes, hace seis.  Quizá morían más y simplemente no lo decían, quizá nos mentían a la cara  porque no había nadie que desmintiera sus palabras.  

Como haya sido, mi anécdota de los cuerpos no fue grata para ninguno de  mis entonces amigos. No entendían por qué quería contar algo así. No comprendían mi necesidad de darle peso a la resta absoluta de sus vidas, que  no podía callarme porque la sentía en el cuello como si me faltara la tráquea, la  necesidad de contar cómo pasé las vacaciones; seguía pensando en eso aunque  no pudiera expresarlo jamás en voz alta. Me urgían las palabras aunque no  supiera cuáles eran.  

¿Por qué nadie se da cuenta de que el mundo está roto?, pensaba.  Así fue hasta que conocí a León.

7

El suicidio apareció en nuestras vidas poco después del círculo de fuego. Marta  regresó del baño con heridas en las muñecas. No podía ocultar las manchas en  su suéter. Ni podía despegarse el cabello del rostro sudoroso de pánico. Era  difícil reconocerla. El dolor le arrebató años de porvenir en minutos. 

Tres meses de convivencia en la secundaria me habían servido para predecir  los gritos de su arribo al aula o al quejarse de lo tedioso de las clases. Me  golpeaba el pupitre para que le ayudara con algún deber pendiente, aunque al  final no entregaba ni la mitad de las tareas. La ayuda parecía inútil. A veces  golpeaba el pupitre después de ella. La invitaba a que peleáramos  ceremonialmente usando los pupitres como tambores. Ella se sorprendía de mi  respuesta. Parecía estar acostumbrada a que le dijeran que sí.  

Por su insistencia en llamar la atención, algunos la comparaban con un  chihuahua gigante. Yo la apodé El grito, como el cuadro de Munch. Ella parecía  vivir con los oídos cubiertos, sin darse cuenta de que aquello que seguramente  interpretaba como gritos sin destinatario eran burlas en su nombre.  

León fue el primero en abrazarla. Se aseguró de hacerlo con ternura para que  ella pegara los brazos a su espalda en señal de consuelo. Qué pequeña se veía  ella, en los brazos de él. Marta se lo agradeció con lágrimas.  

Esa mañana teníamos Cívica y Ética, la clase en la que un montón de muertos  dictaban cómo debíamos de comportarnos. El profesor se emocionaba al  mencionar a Kant. Parecía que era su amigo. Parecía que Kant lo esperaba  escondido en el closet de su cuarto para agradecerle por hablarnos de él. 

Pero mis compañeros ignoraban a Kant igual que ignoraban a cualquiera que  no fuera ellos. A diario añadían a su repertorio nuevas formas de atentar contra  la ética presente o futura. Sembraban chicles en el cabello. Se manoseaban  sexualmente en clase de dibujo. A nuestra compañera le gruñían Maldita  chihuahua gigantona cuando se cansaban de ella. No querían soportar la dosis  total de su existencia. 

No sé cómo tardé tanto en comprender que nadie se interesa en respetar la  ética a menos que de ella dependa su vida.  

Esa mañana el profesor estaba citando a los muertos de siempre y otros  nuevos. Las fechas de sus decesos se iban acercando al presente. Los autores  nos perseguían cada vez más veloces; conocer lo que habían dicho parecía  ponernos al alcance de sus garras zombi. 

La muerte nos va a alcanzar en la escuela si nos quedamos sentados, pensé  con la urgencia del fin de la clase. En todos los apocalipsis se corre. Igual que en  la salida al receso, el apocalipsis se anuncia con una campana tras la que se debe  huir con desesperación, aunque no tenga sentido correr. Estábamos  condenados de antemano. Soportar a diario un apocalipsis debería de poner a  los alumnos en la misma posición social de quienes regresan de la guerra. Puede  parecer una exageración, pero hay niños dispuestos a morir con tal de no volver  a clases. Hay algunos que lo hacen.  

Al final la ética no llegaría a salvar a nadie.  

León me preguntó 

¿Crees que hoy vaya a buscarte con un hacha?  

León era la clase de niño que aparecía en los libros de Cívica y Ética. Había  algo caricaturesco en su sonrisa. Parecía que cada minuto supiera que alguien lo estaba fotografiando y él se asegurara de salir igual en todas las fotografías.  Aunque no conservo fotos de aquél entonces, puedo recordar su sonrisa con la  exactitud de un trauma.  

No sé si iré, le respondí.  

Si hoy te busca con el hacha le diré que no estás. Que te busque en tu casa,  me dijo. 

You Kant!, le respondí.  

León y yo comenzamos a jugar con la idea de delatarnos con el hombre del  hacha. Imaginábamos el escenario planteado por el filósofo: un hombre busca  a nuestro amigo para matarlo, toca a nuestra puerta y nosotros, rectos y  orgullosos de la verdad, confesamos que se halla escondido detrás del sillón,  quizá en el baño.  

No debemos decir mentiras, aunque eso le cueste la vida a un amigo. Qué  filósofo tan especial es ese Kant, me dijo León. Que vayan a matarte no es razón  para mentir.  

No tendrás que mentir hoy, le dije, y me quedé pensando en eso.  Quizá mañana, me respondió.  

Disminuida en su gesto y en su voz, Marta regresó tomada de la mano de una  amiga suya de otro grupo. Su amiga le susurró a nuestro profesor como si le  confesara su propia vergüenza. Imaginé que aquella chica era el hombre del  hacha, sometiéndose ante nuestro profesor al dilema de Kant. ¿Debía decirnos  la verdad, aunque le pidieran ocultarla? ¿Debía atender a su necesidad de  ocultamiento o a la verdad?  

Esto también pasará, le dijo su amiga, interrumpiendo mi divague. Esto  también pasará, le repetía. En su hacer presumía una mesura insospechada para alguien de nuestra edad. No nos habían enseñado a lidiar con el suicidio, nadie  nos había dicho cuál era el volumen de voz adecuado para anunciar que alguien  había intentado matarse, o el volumen para decir, con pena, cuando lo logran  No nos enseñaron el protocolo a seguir para superar algo como eso. Ni lo harían.  

Ni nos enseñan cómo será la descomposición de nuestro cuerpo, me dijo León con su mano en el mentón, muy serio. Es como si a la gente le avergonzara ser  un cuerpo.  

Nuestra compañera caminó en silencio hacia su pupitre, el mismo de siempre  aunque de pronto pareciera el trono de una vergüenza descubierta por su  necesidad de secretismo. ¿No son los secretos lo primero que sabemos del  otro? Las ansias de enterrar la verdad nos anuncian en donde hay que meter la  pala.  

La compañera que volvía al salón con las muñecas abiertas no era la misma  que había salido unos minutos antes.  

León la recibió con un abrazo y los demás se apresuraron a abrazarla también.  No sabían si ella se había lastimado o si todo fue una falsa alarma, pero no les  importó. Daba lo mismo. Las tragedias unen a las personas tanto si son verdad  como si no. 

Mientras los ojos del grupo se fijaron en el gesto de su cara, en el dolor  expuesto como un corte que ellos sólo habían visto insinuado en la sangre, los  míos iban detrás del movimiento de sus manos. Se rascaba por encima del  suéter. Restregaba su carne con la ansiedad de quien se desprende poco a poco  de sus cutículas. Debajo tenía un par de gasas que habían puesto para ocultar  sus heridas: a simple vista adolecía de una simple comezón. Me sentí terrible.  Me pregunté, culpable, si alguien más lo pensaba. 

León me susurró al pasar junto a mí, de regreso a su asiento: Ojalá no lo  intente de nuevo.  

León le sonreía al resto del grupo. Luego les dio la espalda y añadió: Si lo  hiciera otra vez, debería decirle a su madre que ya no puede más. Que está  exhausta. Decirle Mamá quiero dormir temprano, luego encerrarse en su  habitación y cortarse las muñecas como debe hacerse. 

Pero ella no quería morir, y León y yo lo sabíamos. O eso pensábamos  entonces. Que de haber querido morir, se habría muerto. Pensábamos que  tantear sobre la idea del suicidio puede significar que se añora la vida. A veces  se añora de tal forma que se siente como un sueño irrealizable. Estar vivo es un  ideal, pareciera.  

No tendría sentido que lo hiciera otra vez, pero lo hará, y fallará de nuevo. En  lo que sea que busque. Morirse o añorar la vida. Fallará. Dale tiempo.  Yo no podía decir que mintiera en su deseo de desangrarse en el retrete,  porque el retrete ha sido por mucho tiempo el vehículo que esconde la  vergüenza de lo que somos: simples cuerpos que se la pasan desechando cosas  mientras están vivos para volverse un desecho cuando comienzan a estar  muertos.  

Supongo que ponerse de rodillas y oler el vestigio de las heces de un batallón  no fue suficiente para convencerla de morir, me dijo León.  

Usaba un borrador y un lápiz muy pequeño para simular el retrete y el cuerpo  de nuestra compañera. Intentaba adivinar la forma en que ella había procedido,  y le parecía que ponerse de rodillas era una buena forma de entrar en el papel  de sometida. 

Fue lindo que respondieran así, abrazándola. Fue todo tan repentino. ¿De  quién habrán aprendido que un abrazo sirve en situaciones así? Es gracioso  cómo funciona la gente. Si nuestros compañeros pensaran que el amor se  demuestra a golpes, la hubieran golpeado con la fuerza de un meteorito.  

Luego me dio palmadas en el hombro, como si yo necesitara consuelo.  Señalando a los que se habían arrodillado junto a nuestra compañera, a los  que le tocaban el hombro como si sus vidas dependieran de la suya, me dijo:  Pero nos han enseñado que estar de rodillas es humillarse. 

Si ella hubiera muerto, continuó León, habría obligado a la escuela a limpiar  los baños. Eso sería bueno. No debería estar avergonzada. 

No teníamos forma de comprobar la autenticidad de sus deseos por morir. Lo  que León y yo sabíamos es que aquel acto resultó en una farsa, un artilugio. No  había muerto. Había sido salvada. Lo que nuestra compañera ansiaba era que  no permitiéramos que volviera a abrirse las muñecas, y había necesitado abrirlas  una vez para dejarnos en claro su intención de volver a hacerlo en el futuro. La  próxima vez, pensé, sería la definitiva. De pronto, como si la telepatía se hubiese  repartido en el desayuno escolar aunque no había tal cosa como un desayuno  escolar, todos me miraron con reproche. Había cometido el atropello de pensar  que mi compañera moriría en su segundo intento por morir. A lo mejor debí  pensar que en su segundo intento acabaría por decidirse a estar viva.  

En el fondo, pensé que ella no volvería a hacerlo. O quizá añoraba que no lo  hiciera. Pero estaba equivocado. Luego de ese intento vendrían otros y León se  reiría luego de cada uno, un poco más conforme los cortes se fueran encimando.  No se reiría de nuestra compañera, sino de mí. 

No es su culpa que tú le creas su teatrito.

León la abrazaría siempre, como un actor que es llamado a escena en una  obra muy por debajo de su talento. Se le daba fingir la ternura, la felicidad y la  camaradería. Las emociones más aburridas, como él las llamaba, no sabía  ponerlas en su rostro. Un día vas a tener que enseñarme cómo lucir triste, me  dijo, así como siempre luces tú. 

Siempre con su sonrisa de compasión, León haría lo que se esperaba que  hiciera. Todos lo harían.  

Nuestra compañera miraría en mi dirección minutos después. Siempre haría  lo mismo. Al cortarse sus muñecas contemplaba la posibilidad de que al fin me  decidiera a consolarla. Yo no sabía cómo disculparme por no entender. No  entendía por qué no cortó más profundo, si era esa su intención, si acaso quería  morir como nos decía. Me pregunté por qué no llegó hasta el alma, exponiendo  sus huesos. No quería sumarme su ausencia, pero tampoco entendía su  intención.  

Cuando le conté a León lo que había pensado, él me dijo: 

¿Sabes? Si yo te hubiese encontrado, habría respetado tu decisión. Yo sé que  tú habrías tomado una decisión.  

Ella había decidido morir, luego se había arrepentido.  

Te estoy diciendo la verdad.  

Yo no supe de cuál decisión hablaba León, pero no me costó trabajo  imaginarlo con un hacha. 

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