Fotografía: Alex Stodard.
Mi madre sostenía a mi hermanito, un bebé recién nacido. Los médicos comenzaron diciéndole bebé. Luego, a los diez minutos, niño; a la media hora, joven; a la hora, señor; y cuando había pasado hora y quince le pidieron a mi madre que pensara en el anciano, el viejo. Que se despidiera. Mi madre, que me parecía tan mayor en aquel entonces (aunque apenas tenía veinte y pico), se negó a soltar a mi hermanito diciendo que era tan sólo un niño y la muerte no podía llevárselo. Como entonces no sabía lo que era la muerte (no es que ahora lo sepa, en realidad, pero digamos que la desconozco menos), me quedé mirando a la puerta de su cuarto esperando que la muerte, una criatura que quizá podría ser como un oso o quizá un perro cualquiera, se llevara con su hocico a mi hermano confundiéndolo con una de sus crías.
Los médicos le dijeron que entendían, pero que necesitaba aceptar lo inevitable.
Que fuera racional.
Mi madre fue racional llorando, racional apretando las sábanas, incluso más racional cuando sostuvo a mi hermanito con la fuerza justa para que no pudieran quitárselo sin apretar de más su pequeño cuerpo, porque estar muerto no significaba que ella tuviera derecho a lastimarlo. Su dolor era la respuesta más racional que podía ocurrir en ese momento, porque la razón se perdió desde antes, cuando la muerte decidió tomar a un niño que ni siquiera tuvo tiempo de abrir los ojos.
Tan diminuto y con sus ojos cerrados, me pareció que mi hermano era como un topo cuyas manos estaban buscando la tierra: por eso apretaba los dedos como puños y los separaba repetidamente, como si estuviera excavando, ciego.
Esa mismo día, cuando yo estaba por quedarme dormido, mi padre recibió a mi hermanito en un ataúd, o al menos eso me pareció que tenía mi padre en las manos mientras llevaba las cosas de mamá en una caja. Ella había dicho, horas antes, que no soportaba esa idea. Que su bebé no podía ser enterrado en una caja aún, cuando le faltaba tanto por vivir. La caja que sostenía mi padre era lo suficientemente grande (o lo suficientemente pequeña) para que cupiera el cuerpo de mi hermano. Incluso cuando la soltó, se quedó de alguna forma sobre sus dedos, su peso indefinible, que él observó una y otra vez como el espacio en que pudo caber su otro hijo, o en el que aún cabía incluso si sólo iba a hacerlo en un ataúd.
El funeral fue rápido, igual que su vida. No fue nadie porque nadie llegó a conocerlo, salvo nosotros tres. Mi madre no pudo ir… Había sido un parto difícil. Sólo estábamos mi padre y yo frente a la tierra removida, una tierra de millones de años, diría mi padre lleno de tristeza, enterrando apenas una hora, un terroncito de tiempo.
La tierra tiene tanto tiempo y tenemos tan poco, dijo al final, mientras nos íbamos, y no volvió a hablar de él. Al subir al auto, y luego al ver que el cementerio reemplazaba al horizonte, imaginé a mi hermano abriendo el ataúd por abajo, con sus manitas que se abrían y se cerraban haciéndose camino por la tierra hasta su centro caliente. Mi hermano se había quedado frío al morirse, era racional que buscara calor.
Mi madre tampoco hablaba de él, salvo en breves lapsos en los que aquel otro tiempo, el pasado en que yo seguía siendo un niño y mi hermanito seguía vivo, salía por sus ojos a la fuerza, como una especie de materia espectral que ella guardaba celosamente y que sólo cuando se encontraba débil lograba salir de su control. Lo que no alcanzaba a evaporarse por completo rodaba por su rostro como un hilito remanente.
Eso le habría encantado a tu hermano mayor, decía mi madre. Tardé años en comprender que para ella él había vivido una vida completa; él no podía ser menor que yo aunque hubiera nacido después, porque el orden lógico de las cosas es que aquello que sigue vivo es más joven, porque la vida es la juventud de todas las cosas que están muertas.
La muerte de mi hermano me había mostrado el lado emotivo de la vida y la muerte, pero no lograba comprenderla. El día que la entendí racionalmente fue cuando entró una chiquilla a la escuela. Debía tener unos cuatro años apenas, mientras nosotros ya teníamos ocho, algunos nueve o diez. Mientras los demás pasábamos los años escolares más o menos igual a los del calendario, ella entró, estudió y se fue en apenas uno, como si llevara prisa.
La maestra nos avisó que se había graduado, y a todos nos causó gracia hasta que otros le seguimos, graduándonos también antes, avanzando deprisa, aunque no tanto, apenas lo suficiente para dejar a otros atrás.
Dijo una maestra, cuando ella nos dejó, que la vida es así de injusta, que siempre va tan deprisa y que era injusto que ni siquiera nosotros pudiéramos alcanzarla, tan acostumbrados a correr. La directora la regañó un par de días después por habernos dicho eso. Alguien seguramente le contó a sus padres lo que había oído de ella, y estos la reportaron por revelar algo que no debíamos saber.
Pero de alguna forma lo sabíamos. Era imposible que no nos diéramos cuenta que el tiempo pasaba más rápido para algunos, a quienes la vida nos duraba bien poco.
Supe de la edad de mi muerte a los doce, cuando mis padres me dijeron que no podíamos perder más tiempo, que otros padres podían esperar cien años si eso les parecía justo, pero para ellos era necesario que supiera.
Sólo así vivirás tu vida justamente, me dijeron.
Luego de que me contaron, me quedé pensando en el número por muchas horas, luego días y semanas. Lo dibujaba en mis cuadernos, lo tarareaba metiéndolo a fuerzas en las canciones, obligando a que todas las estrofas del mundo pudieran contenerlo, porque mi muerte de pronto estaba en todos lados. Me parecía que el hecho ineludible de que todo lo que me rodeaba duraría más vivo que yo me obligaba a hacer que las cosas me recordaran, que la música me recordara, que las hojas en mis cuadernos jamás fueran capaces de olvidarme.
Empecé a rallonear las paredes de mi escuela, con aquel número; las butacas. Cuando jugábamos a cosas de azar, por ejemplo: elige entre un número del uno al cien… yo siempre elegía el mismo número. Mis compañeros se reían de mí porque decían que no por mucho elegirlo yo ganaría más fácil, que las probabilidades de que un día fuera el número correcto eran muy pocas. Yo les decía que un día sería el correcto. Y así fue: un día gané. Me dieron todo el dinero que traían, me aplaudieron, me gritaron, pusieron sus manos en mi espalda, me acompañaron hasta la cooperativa, para ver qué iba a llevarme. Gasté todo el dinero en dulces, que me puse a repartir ahí mismo, porque de pronto sentí que esos dulces, si eran sólo para mí, me durarían toda la vida, y era probable que algunos se quedaran ahí esperándome para siempre.
No quería que mi funeral tuviera más dulces que personas, así que los regalé.
Cuando cumplí trece me sentí capaz de dejar atrás todo el asunto. El número estaba en mi cabeza, pero yo tenía el control, tenía fuerza, y era capaz de mantenerlo dentro y no fuera, como una sombra sin forma que se proyectaba sobre todas las cosas tenuemente.
Mi primer novio me dijo que me amaba a los días de haberme pedido que fuera su novio, y entonces me pareció que él llevaba más prisa que yo. Le pregunté cuántos años iba a vivir.
¿Qué importa?, me respondió.
Pero él no sabía. Sus padres aún no le habían explicado, y sus compañeros no habían querido arruinarle la vida. Así que lo hice yo. Le dije. Todos podíamos saber, si poníamos atención.
Tenemos tiempo para amarnos toda tu vida, le dije, tratando de sonreír mientras él seguía digiriendo el número, que se le atragantó en la boca. Debió ser por eso que no pudo decirme nada luego de eso; que, al verme, se le hacía siempre un nudo en la garganta.
Al llegar a la veintena descubrí que la mayoría ya sabían, pero no les importaba demasiado.
Nadie sabe si estos números son exactos, decían.
¿Quién nos asegura que no puede cambiarse? El mundo cambia todo el tiempo.
Si me esfuerzo lo suficiente, puedo hacer que ese número vaya creciendo, como una planta.
Todo eso decían y sin embargo todos morían cuando era justo, cuando el número había sido dictado. Yo era entonces amigo de jóvenes, de niños, de adultos, de ancianos. A simple vista todos nos veíamos iguales, pero éramos tan distintos en el fondo. La vida nos había pasado distinto, y la muerte sería aún más tajante. En realidad era injusto que nos viéramos tan parecidos. Frente al espejo o un charco, podríamos pasar desapercibidos para el tiempo como una masa amorfa que, sin embargo, tenía tantos picos, subidas y bajadas. Algunos padres eran más jóvenes que sus hijos, quienes ya casi agotaban su tiempo sobre la tierra.
Así empecé a decirle a la muerte: el tiempo bajo tierra, la vida de topo.
Mi hermano era la muerte.
Cuando mis padres me preguntaban si estaba bien, viendo cómo se ponían mis amigos, les decía que yo no le tenía miedo a mi vida de topo, que los topos son ciegos, así que no pueden ver la tierra que está debajo de ellos, que no importa que haya tierra en todas partes, imposible de abarcar con sus pequeñas garritas.
Pero yo había visto. Mi hermano fue quien tuvo la virtud de la ceguera. Él jamás vería nada. Los topos como mi hermano no saben cuánta tierra hay porque están ciegos…
Pero no sabrían aunque pudieran ver, les dije.
Entonces comencé a pensar en el recuerdo de mi madre sosteniendo a mi hermano. Mi madre era mucho más joven de lo que yo había notado entonces; no sólo porque apenas tenía veinte y tantos, sino porque para la totalidad de su vida eso apenas era la juventud. Para cuando yo llegara a esa misma edad, ya estaría más allá de la mitad de mi vida. Ya sólo me quedaría una partecita para decidir si querría a alguien más en ella, o si me contentaría con quienes ya estaban conmigo.
Decidí dejar la escuela y trabajar en lo que hiciera falta para entender de qué estaba hecha la tierra.
Comencé en una florería, donde ya todas las flores, sin importar su color o su forma, estaban despojadas de tierra. Me parecía injusto que les arrancaran así, pero tenía sentido. Por eso se morían. La inmortalidad era de las flores, que brotaban una y otra vez, mientras estuvieran unidas a la tierra. Cuando los humanos las arrancábamos lo que hacíamos era bajarlas a nuestro nivel, desconectarlas de la tierra para condenarlas a morirse un día.
Dejé de pensar en topos y, en cambio, comencé a definir la muerte con las plantas. Me imaginaba como una flor amarilla a la que sólo la caída de sus pétalos regresaría a la tierra, porque sus raíces habían quedado expuestas demasiado tiempo y ya no podrían reconectarse incluso si enterraban con vida.
Pero la verdad es que las flores podían plantarse otra vez. Yo compraba macetas, compraba tierra, y plantaba las flores que se supone que vendiera en ramos. Acabaron despidiéndome muy rápido, cuando el supervisor fue a la tienda y se encontró con un montón de macetas pesadas que ocupaban el espacio donde debía haber el doble o el triple de flores. Algunos estantes, que sólo soportaban el peso de las flores así solas, se cayeron por las macetas, y aunque puse otros eso no bastó para conservar mi trabajo.
Mi segundo empleo fue en una minería. No supe cómo lo conseguí, pero apenas tuve un pico y una pala y todo el equipo para sumergirme entre la tierra, supe que no podría soportarlo, que el ritmo con el que trabajaban no era para mí. Me quedaba de pie, mirando en todas direcciones a la tierra iluminada por lámparas, a sus granitos visibles en la bóveda que nos separaba de todo.
No te pagamos para que estés ahí nada más mirando, múevete, decían, y picaban y picaban, y hacían y deshacían, mientras yo sólo me cruzaba de brazos, molesto porque quienes más conexión debían tener con la tierra eran quien menos prisa parecían tener con quedarse ahí.
Mi tercer empleo, y el último, en el que me he quedado hasta el día de hoy, es un cementerio. No planto flores, ni paso por debajo de la tierra, en su pequeña bóveda artificial e iluminada. Me quedo arriba, caminando sobre el concreto entre las tumbas, donde crece hierba. Me entretengo encontrando el número en todas partes: en los años de nacimiento y defunción. Me hace sentir una conexión especial con ellos, con los muertos que tienen algo en común conmigo. Siento que es una clase de lazo que la tierra hará más fuerte, como un mineral, algo duro y hecho para durar, algo bello.
No seré yo quien entierre a mis padres. Ellos vendrán a este mismo cementerio a enterrarme. Así que a veces los invito a que vengan. Los traigo a mi pequeña oficina, a un costado de las lápidas, y nos sentamos a la mesa en donde siempre nos acompaña una maceta pequeña donde una flor renace cada tanto.
Mis padres no entienden, no me entienden.
No sabíamos que saberlo te afectaría tanto, me dicen. Todos lo sabemos y podemos vivir vidas normales.
Pero mi vida es normal, les digo.
Miro a través de la ventana, hacia las tumbas, y sonrío. Puedo ver un topo que sale, que debió toparse con un cuerpo en su camino a la superficie, y que apenas se encuentra con el aire regresa, porque no soporta la luz.
A veces, presa de la vejez, imagino que esos topos son mi hermano, que sale de su pequeño ataúd porque es injusto haberse ido tan pronto, o que renace como las plantas que una vez reconectadas sus raíces pueden vivir eternamente. Me esperanzo en esa idea, tonteo imaginando historias en las que la gente es plantada y eso les permite vivir. Luego pienso que quizá la muerte sea eso: la vida que hacemos cuando nuestras raíces no logran conectarse, cuando en lugar de crecer con la luz le rehuimos.
¿Has pensado cómo vas a celebrar tu cumpleaños?, me pregunta mi madre. No se siente agusto en el cementerio, pero una parte de ella ya parece acostumbrada, quizá porque sabe que seguirá visitándome aquí cuando me vaya. Al menos así le será más fácil recordarme vivo en un lugar como este.
¿Cuántos vas a cumplir ya? ¿Veintiocho?, pregunta mi padre.
Asiento en silencio. Son tan jóvenes todavía. Van a vivir tanto sin mí.
«Cuando los humanos las arrancábamos lo que hacíamos era bajarlas a nuestro nivel, desconectarlas de la tierra para condenarlas a morirse un día»
Tremendas y poderosas imágenes que creas, Daniel. Un cuento bellísimo plagado de la bella melancolía ante la perspectiva certera del final. Qué cosa.
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Carlos, muchas gracias. Aprecio mucho que lo hayas leído y que me hables del poder de sus imágenes, de las que uno nunca sabe con precisión si logran su cometido. Te abrazo fuerte, amigo.
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Daniel. Tu relato es motivante a pensarlo más profundo, me agarró la metamorfosis del hermano como un topo, la vivencia hacia la plenitud del fin desde números y números que marcan momentos, la indiferencia ante el amor y con el amor ahí, el final telúrico y vital.
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Guille, muchas gracias por tu lectura y tu apreciación. La valoro muchísimo. La figura del hermano topo fue muy especial para mí precisamente porque me parecía que permitía multiplicidad de lecturas (primero una desalentadora y luego una más esperanzadora, a su manera). Me alegra que su metamorfosis invite a una lectura más profunda.
Un abrazo fuerte.
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