Aniela asaltó el locker de su profesora esperando liberar al triángulo. Sólo ella había comprendido de qué se trataba todo. La primaria, las promesas de un futuro en el que su educación habrían de redituarla: eran pamplinas, cuentos chinos, fantasías de podcast.
Se trataba de las matemáticas, y más específicamente de la geometría: todas las figuras geométricas vivían múltiples formas de opresión, pero los triángulos pasaban las peores. Mientras que el círculo no requería mucho escrutinio para conocer la totalidad de su espacio, y el cuadrado se ofrecía solo en la tarea de medirlo, el triángulo requería que una parte de él quedara siempre oculta y una y otra vez los alumnos debían desenmascararla.
Pero no era la privacidad sino la energía geométrica el verdadero asunto. Aniela la había descubierto porque un día, tan buena alumna y tan disléxica como siempre, había dicho “energía geométrica” donde decía “geológica”, y mientras sus compañeros se reían, ella se quedó muy seria, preocupada de pronto. ¿De dónde se obtiene la energía geométrica? ¿Revelar el lado faltante del triángulo ayudaba a eso? ¿Por eso insistían tanto sus profesores en pedir que lo hicieran? Tanta insistencia nunca le pareció natural de parte de un adulto. Es decir, había mejores cosas en qué ocupar el intelecto que descubrir cuánto mide el lado de un triángulo que en realidad nadie necesita medir y a nadie le sirve descubrir la respuesta.
A menos que la respuesta no importara.
A menos que no se tratara de eso.
Quizá, en el fondo, todo siempre se trató del proceso, del acto de descubrir, de la energía mental vaciada en aquellos límites geométricos. Trigonometria era una palabra que siempre le había sonado a culto. Los humanos y las figuras, produciendo… algo. Las medidas debían estar plenamente estudiadas para crear cierto tipo de energía de la que nadie hablaba pero Aniela descubrió por accidente, o quizá otros libros, como los de geografía, tenían la pista ahí, en las coordenadas de ciertos lugares inventados, puesta para que alguien, algún criptógrafo aunque resultara poco probable, saliera al justo rescate de las figuras.
Aniela no pudo soportar sus clases de matemáticas, luego del hallazgo. Le parecían viles. Aquello era como la explotación de la que leyó muchas veces en sus libros de historia, de las guerras en las que unos acababan usando a otros como mano de obra barata, incluso sin pagarles. Esclavos, eso eran. ¿Quién le pagaba a los triángulos?
Una de esas noches, angustiada como estaba, tuvo un sueño: el triángulo original estaba cautivo en algún lado, y las fotografías, las reproducciones infantiles que ella usaba en sus clases para estudiar, no eran sino la evidencia del crimen. Igual que un pervertido que guarda fotos de sus víctimas, la educación tenía ahí, en la cara de todos, justo bajo sus narices, reproducciones infinitas de figuras que no podían hacer nada por cubrirse un poco.
Debía ser eso, Aniela estaba segura. La magia de los triángulos se desataba a la fuerza, con sus fotos. Se llenó de seguridad y vigor, aunque no lo suficiente para actuar. No fue sino hasta que le contó a una amiga que terminó de envalentonarse.
Su amiga le preguntó:
¿Y si los triángulos están vivos, donde está su ropa?
Los animales no llevan ropa, pensó Aniela. Pero seguramente los triángulos, con su magia, debían tenerla. Se sintió tan asqueada que decidió que ya nada podría detenerla. Valía la pena el castigo si podía liberar al menos uno.
Fue entonces que se le ocurrió la idea: todos los profesores debían mantener cautivo cerca a un triángulo, por si acaso su magia no funcionaba con la mera reproducción de sus imágenes. En el salón había un gran locker que la profesora usaba para guardar sus cosas, pero nunca les dejaba ver qué había dentro.
La respuesta era obvia. Por supuesto que lo tenía secuestrado ahí.
En uno de los recesos, mientras el resto de sus compañeros jugaban, Aniela entró a su salón. La profesora lo dejaba abierto porque nadie nunca entraba, mucho menos ella que siempre había sido tan aplicada y de algún modo ser aplicado no parecía llevarse bien con el robo, aunque los mejores robos requieren inteligencia.
Aniela había tomado fotografía a la llave del locker en una de las ocasiones en que se acercó cien veces para mostrarle sus trabajos. Luego se aseguró de comprar una copia. El cerrajero le creyó cuando le dijo que era una copia de su propia llave, que se había quedado afuera de su casa, que por favor la ayudara. Le juró que sus padres le quitarían todos sus juguetes si la perdía. Era una niña tan buena.
Con toda la rabia y el valor que le cabía en su pequeño cuerpo de diez años, Aniela abrió el locker. Había un montón de marcadores, hojas, borradores. Por un momento se sintió aliviada. Si ahí no había nada, ¿qué razón podría tener para sospechar que lo había en otro lado?
Su amiga le había dicho, al contarle la teoría, que los triángulos no están vivos, que todo estaba en su imaginación.
Tu imaginación es muy bonita, pero ten cuidado con ella, le dijo. No sabes lo que puedas imaginar.
Estaba por cerrar el locker, dispuesta a reírse con su amiga por todas sus teorías de conspiración, cuando escuchó un golpecito, algo menor, apenas audible. Si Aniela hubiera tenido más años, la contaminación auditiva habría aniquilado su capacidad de escucharlo. Pero aún era una niña.
En una pequeña caja, escondida detrás de otro montón de cosas, lo escuchó.
Había algo ahí dentro.
Al volver luego del timbre, sus compañeros encontraron a Aniela y sintieron miedo. Miraron a su maestra en espera de una explicación, porque no entendían. Les fue imposible avanzar. Ni siquiera su curiosidad vencía su parálisis.
La maestra, de pie frente a los niños, no pudo escuchar lo mismo que sus estudiantes, aquel chillido de súplica de pronto sin paredes, expuesto.
Pero pudo ver.
Todos los libros de matemáticas yacían desechos y Aniela, como ida, estaba sobre un montón de páginas con triángulos, superpuestos y formando una figura más grande, con sus ángulos apuntando como ojos hacia la criatura que flotaba.