Escribir sobre ventanas

Cada cierto tiempo, no importa el tema, uso a las ventanas en mis clases. Son mi ejemplo favorito. Sobre todo, las he usado al hablar del proceso de hacer ensayos, como si las ventanas tuvieran algo místico que una y otra vez me devolviera a ellas, reclamando ocupar su espacio vacío con divagaciones para el corazón. Claro que para eso no necesitan ensayos: las ventanas, por sí solas, ya se encargan de producir esas divagaciones; por otro lado, no creo poder hacerles justicia. Porque lo cierto es que las uso de ejemplo porque son lo que tengo más cerca, lo que estoy viendo mientras doy la clase, lo que rodea a mis estudiantes, y más aún, lo que quisiera que hubiera más, pero no para divagar con el corazón sino para aspirar mejor con los pulmones, para que eso que anda en el aire, también invisible, no pare de golpe todo lo que podamos pensar o sentir, para siempre.

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Cuando el distanciamiento comenzó, la fotografía de una pareja de ancianos mirando a su nieto a través de una ventana le dio la vuelta al mundo. Mucha gente hacía eso. Se miraban sin tocarse, sin respirar el mismo aire, pero la distancia no parecía tanta, gracias a que era posible ver al otro lado. No alcanzaban a oler, ver u oír las cosas tal como ocurrían adentro, pero se daban una buena idea, y eso bastaba, aunque el sentimiento de estar lejos no se borrara del todo.

Es imposible olvidar a una ventana cuando está cerrada.

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Pienso en esa expresión que usé antes, en que las ventanas tienen un espacio vacío, como si las ventanas fueran el marco, como si el vidrio o el plástico o lo que sea que tienen no fuera su cuerpo, sólo por no ser vistoso. Que mi mente haya pensado que están vacías sólo por no ser visibles me dice que mi mente piensa que las cosas existen si puedo verlas, y lo cierto es que a sido un gran problema en mi vida, en últimas fechas. Porque en todos lados se dice que el amor no se ve, que la amistad no se ve. Igual que el «interior» de la ventana, igual que su cuerpo, que está ahí sólo para ser atravesado, para que los ojos lleguen más lejos, el amor y la amistad están aunque sean invisibles (o eso dicen), pero yo me pregunto cómo es eso posible, y peor: cómo llegamos a creer algo así. Las acciones se ven, las palabras, si bien se escuchan, tienen una materialidad que no desaparece cuando el sonido termina. ¿Cómo puede ser invisible el amor o la amistad? «Te quiero aunque no te lo diga», «Te quiero aunque no te lo demuestre»; ¿cómo se quiere entonces, y a qué fin sirve ese cariño? Después de todo, las ventanas están ahí para ser atravesadas, para dejar que el aire siga su camino por un espacio cerrado. Y si son transparentes, cosa que no sería necesaria pues su fin es simplemente ser abiertas, ser dejadas de lado, es porque el aire también puede verse, igual que la luz, en el gran espacio que ocupa, invisible. Imagino que cuando dicen que el amor está ahí aunque no se vea ni se demuestre tratan de referirse a eso, a todo el espacio vacío que uno nota al mirar a través de una ventana: no es nuestro, no estamos ahí, pero algo desde allá afuera llega hasta nosotros. El aire circula libremente, y vuelve a salir, aunque un poco de él se estanque. El propio aliento se mezcla con otros, aunque diluidos, que vienen de lejos. Todo el proceso es invisible, pero podemos sentirlo, al respirar. Quizá poder respirar a lado de otro, quizá compartir alientos sea suficiente para que el amor exista, para que la ternura sea creada, incluso si es tan invisible como la amistad y el amor. Ese mismo aire compartido, en silencio, que tienen quienes acompañan a un enfermo, a un muerto, a alguien de quien se despiden y dan la espalda. Es la misma invisibilidad la que atraviesa todos los momentos. Es el mismo amor el que es atravesado para mirar afuera. Acabo de contradecirme monumentalmente en voz alta.

Seguramente, si las ventanas supieran que estoy escribiendo esto, si pudieran pensar, no tratarían de ver a través de mí, porque soy yo quien cree que ellas sirven para ser atravesadas, y tan sólo mirarían todo ese espacio vacío, y notarían que es mío, igual que todo ese amor que quién sabe por qué pensé al pensar en ventanas.

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Si uno se acerca mucho a las ventanas, acaba viéndose a sí mismo como un fantasma que se interpone para mirar allá afuera.

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Mi habitación tiene un gran ventanal que he cubierto con doble cortina, porque me gusta que mi habitación esté a oscuras. Es curioso que constantemente piense en la luz, cuando al salir al jardín suela apretar mis ojos porque no estoy acostumbrado a ella. Pienso que la expresión «los ojos son la ventana del alma» es imprecisa por un mar de razones, entre ellas porque si hubiera ventanas, tendría que haber cortinas, y nadie se ha preocupado por decir cuáles son esas, porque sin ellas no es posible alejarse de la luz ni un momento, sino hasta que la noche quiere, y aún entonces a veces la Luna dice que no, que la luz no se irá tampoco aunque ya se haya ido antes que ella. ¿Qué sería la cortina del alma? ¿Las pestañas? ¿Los párpados? Es inútil la comparación porque la ventana puede ser mirada desde dos lados, podemos dar la vuelta y ver que ocurre del otro lado; con «el alma» no es así, no hay forma, no hay un segundo lado. Si tuviéramos que comparar a los ojos con una ventana, sería con la de la cámara de gesell, que se usa para las sesiones de psicoterapia (o, para precisar: que otros, ajenos a la sesión, observen), para investigar algún comportamiento cuando se supone que nadie está mirando (pero alguien está mirando, así que es mentira), o para interrogatorios. Es siempre una posición injusta una ventana en la que sólo una de las partes puede ver a la otra. Pero los ojos ven. Una cámara mira a la otra, sin que ambas sepan qué ha sido visto en su interior. Es, a todas luces, algo que no tiene precedentes, para lo que no contamos una metáfora que sirva, así que, probado el punto, quizá deberíamos arrojar por la ventana la idea de que los ojos son la ventana del alma. El chiste fue gratuito, pero todos los chistes lo son.

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Las ventanas existen en las construcciones, casas, edificios o de cualquier clase. Me pregunto qué clase de construcción es el alma. Antes de que sepamos qué es, o cómo se edifica, aprendemos a demoler, a explotar, a romper como un cristal, en un muchos pedazos, a dejar en el suelo hasta que un contratista o un restaurador quieran revitalizar el sitio o descubrir cómo se veía originalmente.

Normalmente se dibuja al alma, igual que a los fantasmas, como figuras parecidas al cuerpo humano. Si los ojos fueran la única ventana al alma, el resto estaría a oscuras, la luz no alcanzaría a inundarla completa. Los fantasmas son seres de luz, se cree que los fantasmas son almas, pero ¿por qué brillan entonces, si la luz no explica ese brillo, entrando desde un sólo punto, muy arriba, y en una posición que no favorece la mayor entrada de luz?

A quien se le haya ocurrido aquello, no sabía nada de arquitectura. Si lo supiera, habría dicho, en cambio, que los ojos, como otras partes del cuerpo, sólo son un desagüe. ¿Pero quién se enamora de una casa al ver sus tuberías, o de un auto al ver su escape? Quizá la próxima vez que veamos cualquier cosa, pensemos que las salidas no son indignas; tan sólo son ventanas que, en lugar de algo invisible, nos devuelven una materialidad, sean lágrimas o lo que sea.

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A veces se utiliza la expresión «ventana de tiempo» como el espacio vacío entre una cosa y otra, entre dos fenómenos importantes. Nuestra tendencia a pensar que lo que no se ve no es importante no sólo ocupa todo el espacio, sino todo el tiempo, y si me permiten la cursilería, todo el corazón.

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Luego de años usando de ejemplo a las ventanas, al fin las usé en un ensayo, o al menos en una divagación escrita. Es difícil saber por qué lo hago hasta ahora. Mi interior es oscuro y mis emociones transparentes, así que no puedo verlas, ni saber hace cuánto están ahí, ni qué las empuja. Supongo que así es como se sienten las ventanas. Ellas tampoco miran a través de sí mismas.


Fotografía: Katharina Jung

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