Amar los cuentos

Me alejé para no ver cómo se desmoronaba en las olas, como todas las cosas se desmoronan.

El lago, Ray Bradbury.

Bradbury escribió que hay que alimentar a la musa con aquellas cosas que le despierten a uno el amor por contar una historia. Puede ser observar el crecimiento del trigo, como los granjeros que al verlo crecer saben que todo valió la pena. Puede ser un profesor que, al hablarte de los errores en los trabajos de sus alumnos, halla el modo de transmitirte ternura, porque sólo él sabe cuánto de esos errores son, en realidad, prueba de que lo están intentando.

El alimento de la musa está en la música, el cine, la poesía, los cuentos… Ay, los cuentos.

Mi mayor inspiración son los cuentos. Amo un buen cuento tanto como alguien ama mirar el futbol, una y otra vez, aunque quienes no aman el deporte vean el mismo juego repitiéndose, sin notar que no sólo los personajes llevan ropa distinta, y están en sitios distintos, sino que un partido no se repite dos veces, incluso cuando los movimientos parecen los mismos, y quizá más, precisamente, cuando lo aparecen.

Mi amor por el cuento viene no de que cada cuento no se parezca a los anteriores que he leído, sino del modo en que los buenos cuentos, o los que son buenos para mí, al menos, estallan los límites de lo que yo creía que era posible lograr con uno, y no sólo me hacen querer mirar el resultado del estallido, sino que encienden la mecha en mí, y es decisión mía si me autodestruyo o prendo fuego a otra cosa, o si no estallo nada y, en cambio, sólo enciendo muchas luces, haciendo habitable ese calor.

Ken Liu escribió que la literatura que a él le gusta es como una casa a la que uno puede volver para habitar, o algo parecido, algo que uno habita. Creo que, si los cuentos son una casa, el estallido del que hablaba son sus luces. El modo en que uno ilumina un hogar, el modo en que ciertas partes permanecen oscuras y otras son tan claras para nosotros, mientras estamos ahí. Las luces pueden ser lámparas industriales, luces LED o simples fósforos y velas, incluso un insecto pequeño y fugaz cuya luminiscencia no ocurre por elección. A veces la luz es una plaga de insectos a los que les brilla la cola, y puedes verlos, aunque no quisieras, posándose sobre todas las partes de tu casa, esperando que los corras o que los mates, brillando con histeria.

Pienso en cuándo fue la última vez que quise habitar la casa que me ha propuesto un cuento, si podría llamar hogar a cualquiera de sus historias, y no encuentro ninguna.

¿Qué nos impulsa a escribir, o en particular, a contar historias? Últimamente me lo pregunto mucho. Quisiera no preguntármelo tanto, y más bien tratar de responderlo sin darme cuenta de que me lo pregunto, como lo hago siempre que escribo, aunque ahora no lo esté haciendo.

No estoy escribiendo. No estoy contando historias.

Dentro de las múltiples razones, que no viene a cuento que traiga aquí a colación, una de las que me ha impedido escribir como quisiera es que nada de lo que he leído en todo el año me ha apasionado. Salvo la excepción del entusiasmo, breve y no tan intenso, aunque lindo, que sentí por dos cuentos, no podría decir que este año haya sido un buen año de lecturas, ni el final del año pasado, que es cuando comenzó esta sequía de historias.

Tratando de responder a la pregunta, quizá una primera respuesta es que maravillarnos con una historia nos impulsa a tratar de maravillarnos más creando algo con nuestra propia imaginación, del mismo modo en que ser acogido con amor en el hogar de otros te hace desear crear el tuyo. Que la imaginación de otros, cuando brilla con luz propia, despierta en ti el impulso por encender todas tus luces, aunque sólo sea un momento y nadie las vea. No es casual que un gran remedio contra el «bloqueo del escritor» sea leer: cuando lees, descubres tantas formas de aproximarse a la palabra, formas de iluminar lo que antes estaba oscuro dentro de ti, que parece imposible equivocarse, porque parece imposible que las historias sean un error, o algo que no sea necesario contarse, o algo que simplemente podría no existir. Porque encender las luces ilumina tu hogar, incluso si estas ahí solo y creías que no había nada qué ver.

¿Pero qué pasa cuando lo que lees no te entusiasma? ¿Qué pasa cuando la maravilla está ausente?

Hoy confieso que desde el año pasado (quizá desde mediados, poco más, poco menos), no he leído nada que me maraville, y por lo tanto, se ha vuelto cada vez más difícil escribir.

Nadie puede acusarme de no haber tratado: desde que comenzó la crisis habré leído cuentos sin parar, y sólo unos pocos me hicieron querer seguir leyendo, aunque lo que encontré después mató ese entusiasmo germinal. Y así, las lecturas se han ido espaciando cada vez un poco más, hasta el día de hoy, que en la última semana, salvo los que he tenido que leer como parte de mi trabajo como editor, no he leído ninguno.

Y es que, ¿para qué seguir leyendo cuando lo que lees no te entusiasma? Me lo he preguntado mucho estos años. Dos colegas escritores me lo han preguntado mucho también, porque a diferencia de ellos, suelo leer un montón de cuentos de un montón de autoras y autores distintos, aunque eso me aleje de «los grandes libros»; leo los cuentos, uno de cada uno, tratando de hallar la voz, pero sobre todo, la mirada de alguno que me haga querer seguir mirando. La mayoría de las veces no lo hago, y por eso me frustro. No veo la luz en sus hogares, y si la veo, no iluminan nada en mí.

Y me siento desamparado. Porque, ¿qué caso tiene escribir cuando la clase de historias que trato de escribir parece que no tienen un lugar en el mundo? Es descorazonador tratar de encontrar una voz que haga eco de lo que estás sintiendo, de lo que estás pasando, de lo que piensas (y no debería de ser difícil, cuando estás pasando y sintiendo y pensando tantas cosas), y descubrir que tus búsquedas son inútiles.

Así que ahí me encuentro ahora, en ese espacio que es la literatura cuando no late, cuando se queda a oscuras o cuando la luz, si la hay, no se queda contigo. Veo el montón de libros en mi librero y no puedo empezar ninguno, no quiero, porque temo que esa misma desconexión que se ha ido nutriendo de tantos desencuentros, acabe por alejarme de una mirada que en otro momento me haría estallar la imaginación, pero que en estas circunstancias quizá no lo haga.

Peco de paranoico, porque sé que esas miradas tienen el poder de barrer con todo lo previo, de ser una bengala en tu auxilio y mostrarte una nueva forma de ver, una ternura inusitada, un dolor nuevo, una risa inesperada…

Todo esto me llevó a pensar dos cosas: quizá no tiene caso seguir buscando, y por lo tanto, no tiene caso escribir tampoco, ¿para qué?; y la segunda opción: seguir de todos modos, con mayor insistencia. Seguir buscando la mirada que me devuelva el amor que siento tanto por las historias, en especial por el cuento, por la literatura. Un amor que nutrió Carver y Bradbury y tantos otros autores a los que no quiero regresar ahora, porque quiero descubrir algo nuevo.

Carver decía que lo que hace único a un escritor es su mirada, el modo particular de ver el mundo. Desde entonces, yo imagino a la literatura como lo más parecido que tenemos a comunicarnos con otro, como el modo más sincero de hacer un amigo. Porque un buen cuento no sólo te ilumina, y te da un hogar, no sólo te hace ver los ojos de otro, sino que aprendes a ver la luz a través de sus ojos, y eso lo cambia todo, para siempre. Hoy Carver ilumina más mi mundo y comprendo más del suyo de lo que comprendo a cualquiera de las personas que me rodean, cuando ocurre un encuentro, casi siempre breve y ya sin luz.

Me han sugerido muchas veces que relea a mis clásicos personales, y ya lo he hecho: he amado cada segundo, pero me niego a creer que sólo me queden ellos. Porque hasta a la luz uno se habitúa, si siempre ilumina del mismo modo. No quiero vivir de relecturas, como los viejos amigos que hace años sólo hablan de lo que alguna vez hicieron. Quiero encontrarme otros ojos, en otro hogar, bajo otra luz. Quiero descubrir otra definición de lo que significa estar en casa. Así como quiero conocer más personas, hacer más amigos, también quiero conocer nuevas miradas que se comuniquen conmigo y con las que yo pueda comunicarme al escribir. Porque, ¿qué es la escritura, sino un acto de comunicación con las sombras, un intento por poner un poco de luz en aquello que necesitó de otras historias para aparecer ante nuestros ojos?

Hoy, más que nunca, que sólo tengo eso, las historias, redoblaré la búsqueda, lo que significa que quizá pase por acá menos seguido de lo acostumbrado, pero es porque quizá haber leído esos cuentos no es suficiente. A lo mejor cada vez se hará más difícil, del mismo modo en que, al irse la electricidad en una casa, las velas son difíciles de encender si no sabes en dónde están. Pero siempre hay una luz, en algún sitio. Y aunque el vecino viva lejos, siempre hay un vecino, incluso si debes recorrer un país entero hasta encontrarlo. Porque incluso hecho de piedra, en una cueva, alguien ha construido un hogar.

Quiero reencontrarme con el amor que genera ese calor de hogar.

Sólo hace falta un pequeño destello, y con él me aseguraré de poner nuevas luces aquí, en este hogar compartido.

Porque escribir es, en esencia, compartir un modo en que los ojos se vuelven el hogar de la luz.

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