Cuando era niño, odiaba el día de muertos. Mi padre sabía muy bien de mi odio. Me gustaba competir con el escándalo que hacían las luces y los turistas, diciendo que odiaba las dos cosas y seguramente a los dinosaurios, aunque fueran nuestro símbolo nacional.
Entonces mi padre me pedía que me acercara a él, que lo siguiera. Nos sentábamos junto a la ventana y movíamos ligeramente una de las cortinas.
¡No deben verlos!, nos gritaba mi madre, y mi padre parecía darle calma con sus ojos (una calma imposible de transmitir de otro modo); los ojos de mi madre se suavizaban y, al mirarme los dos así, mi odio también abandonaba mi mirada, expulsado por la ternura que me infundían con todo su amor. Yo pensaba, aunque no se lo dije a mis padres, que el brillo de mis ojos no era un reflejo de la luz de los fantasmas, sino a mi odio evaporándose, saliendo de mí. Si el espíritu que expelía un cuerpo seguía brillando luego de millones de años, ¿por qué no podía hacerlo una emoción, al menos un segundo, luego de desprenderse del cuerpo?
Quiero que veas las luces, me decía mi padre. Aunque no podamos salir allá afuera, aunque lo tengamos prohibido por la nación.
Insistían en que teníamos una deuda histórica con el mundo, sólo porque la extinción de los dinosaurios había ocurrido aquí, como si fuera nuestra culpa.
Quiero que veas las luces con cuidado y escuches. Y yo lo escuchaba a él. Sobre todo, quiero que escuches. Eso nadie puede quitárnoslo.
Primero oíamos a los animales extintos hace poco, a las personas de hace décadas, luego siglos, aún recorriendo las calles. Entonces aparecían los dinosaurios, imponiéndose a los turistas y a su escándalo; parecían decirles que el espectáculo no era suyo, que no comprendían su historia como nosotros.
Papá adoraba los dinosaurios. Me abrazaba y me mordía por la espalda, jugando, e imitaba el sonido que según él debió hacer un tiranosaurio rex cuando estaba vivo. Yo le decía que el sonido de su boca y el de los dinosaurios de verdad no se parecía.
¿A caso no los oyes, papá?
El rugido me hacía temblar sólo a mí, como si las cosas que vendíamos tuvieran más vida que yo, que quizá era un poco fantasma, y de ahí que su rugido me provocara miedo; quizá algo en mi interior sabía que su mordida podía acabar conmigo, o simplemente mi propio espíritu sentía el del dinosaurio. Como sea, mi padre ignoraba por completo mis observaciones y afirmaba que los dinosaurios rugían como él cuando estaban vivos.
Ahora están muertos, me decía, por eso rugen distinto. No van a rugir como si estuvieran vivos porque no lo están. Ahora rugen así porque tratan de alejar a los visitantes, sin comprender que son ellos los que los atraen. No pueden morderlos, sólo les queda eso, rugir. No los odies por rugir.
Me parecía que su lógica era infalible. Era tan inteligente mi padre, pensaba. Aunque lo suyo fuera más bien imaginación.
La historia que me contaba era siempre la misma. Nuestra historia. Mi madre dejaba de hacer lo que hacía por unos minutos.
Mi padre nos contaba:
Nuestro país lleva en su bandera un tiranosaurio fantasma, por aquel gigante que encontraron cuando pensaban que no hallarían agua para beber; éste, recreando por momentos la que había sido su vida, se detuvo en un pequeño lago para beber de ahí. Él tiranosaurio les salvó la vida.
Mi padre señalaba una luz verdosa y gigante que atravesaba una de las casas, exaltada como si haber pasado por ahí le hubiera bastado para tumbar los muros y hundir los cimientos, aunque no le había hecho nada. Alguien se asomó por una punta de la ventana de enfrente. Entre tanta gente era difícil notarlo, pero yo lo vi. Vi sus ojos, destellando por el fantasma. Debía ser mi viejo amigo y vecino, incapaz, igual que yo, de alejarse demasiado de las luces. Imaginé que su odio también se evaporaba de él cuando podía ver a los fantasmas. Odiábamos a los fantasmas porque los culpábamos por nuestro encierro, pero verlos bastaba para dejar de odiarlos. Luego la cortina cayó de nuevo y la casa se quedó a oscuras.
Los hombres bebieron junto al dinosaurio, agradecidos de estar vivos, dijo mi padre, reclamando mi atención, haciendo de nuevo el rugido de un t-rex. Continuó diciendo: Aunque sus sentidos les decían que tuvieran cuidado, que aquel gigante podía embestirlos a la brevedad, en sus corazones sabían que todo estaría bien. Que podrían compartir la tierra con las luces, como ya compartían el cielo.
Mi madre, para ese punto, comenzaba a impacientarse; sabía que ese era el mejor día de todos para vender sus muñecos. Se preparaba con mucho tiempo de anticipación: hacía peluches de crochet de toda clase de animales extintos. El que más se vendía, en esos años, era el del oso gris, recién extinto, aunque a mí me parecía una estafa porque todos los osos de peluche son iguales, pero este era gris, así que estaba extinto como el de verdad. Yo al principio pensé que lo que se había extinto era el color y me apené doblemente al notar que un oso que recorrió nuestra callé un 2 de noviembre debía ser así, debió ser gris en vida, pero la luz fantasmal también le arrancó eso. Después de todo, la muerte sí había eliminado el gris, aunque mi madre decía que yo era muy joven para entender lo que nos habían quitado. (En ese entonces nuestra vida no dependía de los peluches de mi madre, pero sospecho que la satisfacción de hacer algo bueno era incluso más grande, precisamente porque nuestras vidas no dependían de su éxito.)
Mi padre continuaba, como siempre, cuando algún hombre con apenas unas pocas ropas y plumas en la cabeza se paseaba por la acera de enfrente, o se detenía junto a nuestra ventana, como queriendo levantar nuestra cortina. Decía: Nuestra historia prehispánica estuvo llena de fantasmas: la gente les rendía tributos de sangre; y gracias a sus luces comprendieron las de las estrellas.
Yo usaba mi imaginación durante todo el año, tratando de visualizar los grandes cuerpos, las monumentalidades invisibles a nuestros ojos apenas perdieron la carne, como si esta fuese un requisito para nuestra atención. Imaginaba las mismas luces que sólo distinguía como retazos a través de la esquina de la ventana, o a través de las cortinas, los destellos amarillos y azules, rojos, de toda clase, reservados para los turistas, caminando junto a mí como cuarzos de agua en ebullición, como si algo en ellos los estuviera abandonando todo el tiempo. Su luz subía hasta las nubes, incluso en mi mente, impidiendo ver la noche, o las estrellas. Pero el 2 de noviembre nadie quería ver las estrellas. Todos iban a ver a los dinosaurios. Me parecía curioso que en el pasado hubieran existido personas que leyeron mejor las estrellas gracias a ellos.
Los españoles invadieron nuestra tierra luego de que, tras perderse en el mar, fueron guiados por la luz de los fantasmas, decía mi padre. Para entonces, invariablemente, él abría un poco más las cortinas. Los turistas pasaban por ahí, y no querían vernos. No debían vernos, porque arruinaríamos su experiencia sobrenatural. Sólo los vendedores tenían cabida, y ellos también se escondían. Mi madre se escondía: dejaba una pirámide enorme de peluches de crochet en el que debió ser el jardín de nuestra casa, si es que nuestras vidas fueran como las de los turistas; y como si se tratara de ofrendas a los muertos (parte del ritual publicitario, parte de la “experiencia”), los turistas dejaban una ofrenda en dinero, que casi siempre, por el cambio de moneda, era más que generosa.
A mí me parecía que no había ninguna generosidad en su gesto, pero desde que papá murió, comencé a comprender que sin esa generosidad nosotros no habríamos comido, no porque no hubiéramos podido comer de otra cosa, sino porque no nos habrían dejado comer. Debíamos ser una atracción o volverían a conquistarnos de otra forma. Y odiaba eso. Odiaba que nuestros muertos fueran suyos y que nuestra vida fuera tan desfavorecida. No los necesitábamos. No era necesario que vinieran con sus ofrendas, pero éramos entonces un país turístico y nuestro deber era servir. Todas nuestras calles eran suyas. Era suyo el derecho de transitarlas y el de moldear nuestra vida a su antojo, y a mí me descorazonaba pensar que nuestros muertos, confundidos por la multitud, no hallaban su camino a casa; me oscurecía la posibilidad de no estar ahí para ellos, que nuestros altares no alcanzaran a iluminar su camino hasta nosotros. Cuando la rabia volvía a mí, recordaba la voz de mi padre, contando su historia, y otra clase de rabia la reemplazaba. Sentía que no teníamos otra salida; que éramos conquistados una y otra vez, repitiendo la historia como los fantasmas, que una y otra vez recorrían la tierra haciéndose vistosos como heridas que nunca iban a sanar.
Un tiranosaurio rugía y todos los turistas aplaudían como si todo nuestro silencio valiera la pena sólo para que pudieran divertirse a sus anchas.
Al principio los españoles dudaron si acercarse, continuaba mi padre. Se iba poniendo de pie, ayudando a mi madre con sus cosas. Temían por los gigantes de de oro y de plata y de rubí, de colores que ni siquiera sabían que existían en el metal, porque aquellos animales gigantes debían ser grandes máquinas, como barcos, que cuidaban las costas de nuestras tierras salvajes.
Mi padre sujetaba los peluches que hacía mamá, y los hacía danzar sobre el límite de la mesa, donde ella comenzaba a llevar la cuenta antes de escaparse un segundo y dejar más afuera, para que siguieran llevándoselos.
No imaginaban nada más, decía mi padre, no podían concebir que aquellos colores y sus luces alguna vez hubieran estado vivos, quizá porque les era difícil aceptar que había otra vida que no fuera la suya.
Ellos se morían de sed, me dijo mi padre, y los fantasmas también los salvaron, brillando en nuestras costas.
El resto de la historia no la recuerdo con sus palabras, pero la conozco muy bien: gracias a nuestros fantasmas y sus grandes luces, los españoles llegaron con sus armas y mataron a tantos que la tierra se superpobló de fantasmas. Cuando la tierra se llenó de luz, la gente ya no supo leer las estrellas. Su luz competía con el cielo, como si hubiesen apagado, con su muerte, el futuro que les habían prometido. Por eso yo los odiaba. Odiaba a los fantasmas por haberles dado el agua, por salvarlos y haber empezado así el ciclo de conquistas, y por mantenerlo entonces.
Los odiaba por haberles dado la luz.
Yo no entendía que no era culpa de los fantasmas, que no podía reclamarles por haber iluminado su camino.
Cuando más quería odiar a los turistas, más comprendía el motivo de lo que nos hacían: nada podía compararse a las grandes patas, que atravesaban la casa desde muy temprano ese día, las alas que de pronto parecían cortan la pared de mi habitación, cuando se aparecían sin su invisibilidad siempre restrictiva. Aunque la sospecha popular es que los fantasmas desaparecen el resto del año, algo en sus comportamientos me decía que quizá no; tenía esa esperanza, por mi padre: que siempre estaban ahí y era justo ese día, el día de los muertos, cuando se hacían visibles, se comportaban como si no nos vieran a nadie, pero metiendo sus patas y sus garras y sus plumas por todas partes, porque no querían que supiéramos que nos veían pero sí que los viéramos. Porque todos queríamos ver a los fantasmas, porque los grandes altares de suvenires no podían serlo todo, porque entre los grandes dinosaurios fantasmas y los osos grises y las gentes del pasado lejano, ahí, entre todos ellos, estaban también nuestros muertos.
No quería que me quitaran esa luz.
El primer año, luego de la muerte de mi padre, me acerqué a la ventana y levanté ligeramente la cortina. Me conté la misma historia que él se encargó de contar una y otra vez, ahí, y del mismo modo ayudé a mi madre con los peluches, aunque ni sus ojos ni los míos tenían el brillo de paz que habían tenido, aunque seguían brillando a causa de los fantasmas.
Mamá insistía en que yo no debía salir, que seguramente habría consecuencias. Pero sabía también que eso no me importaba. Que ahora todo mi odio estaba en la conquista, en todas las que seguían ocurriendo. Porque cuando mi padre murió, alguien del gobierno nos visitó para recordarnos que no debíamos salir; que comprendían nuestro dolor, pero a menos que el fantasma de mi padre se apareciera en mi casa, no lo podríamos ver. ¿Cómo iba a hallarnos, entre tantas luces y tanto ruido? Yo no podía reconocer mi propia calle así, entre la felicidad de los turistas…
Ya me habían sido negados los dinosaurios, que sólo conocía como destellos lejanos o parciales. Sólo los conocía por su rugido, que mi padre se encargó de negar con el que se inventó, porque él quería enseñarme que la imaginación es más importante que nuestra historia.
Así que abracé a mi madre, dejé que la luz de sus ojos se apagara un momento, al cerrarlos, al apretarme contra ella, lamentando que mi padre no nos iluminara el rostro con su vida, y la hice a un lado para huir.
Abrí la puerta, y aunque los turistas estaban ahí, y me vieron, me escondí entre los fantasmas, que distorsionaron mi presencia. Los ojos perciben a los fantasmas como si fueran un mineral que refracta su propia imagen millones de veces si pones el ojo en su interior. Era fácil perderse en ellos.
Al principio pensé en hacerme pasar por turista. Sería fácil. Yo los había visto, todos esos años, sus comportamientos, su forma de tratar mi calle como una atracción. Crucé la calle, mientras ellos seguían buscándome cerca de mi puerta, y los vi: vi los ojos de mi amigo, de mi vecino, otra vez en la orilla de la ventana. Esta vez me veían a mí. El odio no se había apagado aún.
Entonces supe que no podía hacer eso, que mi padre aún no estaba en casa y no sería como los turistas, que le impedían volver, y comencé a rugir, como lo hacía mi padre. Rugí con todas mis fuerzas.
Rugí de un tramo a otro de la calle, y luego en otra, aunque era imposible saber en mis oídos si seguía rugiendo porque los otros animales, los dinosaurios, rugían más fuerte, y más fuerte que ellos, los turistas y sus risas. Entonces comencé a morderlos, como mi padre lo hacía en broma, pero en mí ya no había risas, sino rabia. Quería desquitarme con ellos. Quería que mi odio fuera suyo y mi dolor también.
Lo que no esperé fue que ellos pensaran que eran los fantasmas los que les hacían daño. Uno a uno, los turistas comenzaron a quejarse. Algo los mordía. Algo los lastimaba. No veían ningún animal cerca; los lugareños, como debíamos, estábamos lejos, en nuestras casas: no podíamos ser nosotros. Muchos ojos se asomaron a las ventanas y el rugido de los fantasmas se intensificó. Yo sabía que los dinosaurios no trataban de asustarnos, sino de reclamar la atención de todos; pero eran las heridas de los turistas, sus dolores, los que ahora ignoraban el brillo de las luces. Los turistas estaban ahí, afuera, en nuestras calles, pero las luces ya no les pertenecían.
Esa noche, los turistas se fueron temprano, antes de la media noche. El rumor de que los fantasmas les hacían daño bastó para que ellos decidieran que no valía la pena seguir dejándonos sus ofrendas, y se las llevaron consigo.
Mi madre fue de las primeras en salir, gritando mi nombre. No supe si estaba furiosa o agradecida, pero tampoco me detuve a averiguarlo. No había tiempo. El día se terminaba.
Escúchalos, no pueden quitarte eso, decía mi padre en mi interior, y eso traté de hacer, pero los rugidos eran tan fuertes. Así que miré las luces, el patrón que formaban. Yo ya había imaginado que caminaba por ahí cientos de veces, con los gigantes a mi lado: ¿por qué sería distinta aquella vez? ¿Por qué la realidad sería distinta de mi imaginación, que me había acompañado cuando me sentía tan solo como entonces? Mi padre me había dicho que escuchara, sí, pero sobre todo me había enseñado a imaginar. Entre los dinosaurios parecía trazarse un camino, indicando quizá cuál era el destino que sabían que me esperaba, aunque yo no supiera con certeza si ahí estaría mi padre. O eso quise pensar: que las luces que nos habían salvado la vida y luego nos la habían quitado, iniciaban su ciclo una vez más, y podríamos recuperarla; quizá no la vida de los que perdimos, pero al menos su luz.
Yo quería encontrar a mi padre, que debía estar aturdido en algún sitio por tanta parafernalia fantasmal, por la ciudad convertida en algo que no nos pertenecía. Seguí rugiendo, de todos modos, como hacían los tiranosaurios vivos, para que no se confundiera, si acaso lograba oírme. Lo imaginé, tratando de volver. Y lo haría.
Yo le enseñaría que estaba en casa.
Ya nadie nos quitaría eso.