Hay un fenómeno muy curioso, que puedo ejemplificar con la gran novela «El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes»: la novela supura odio, pero es un odio que, en retrospectiva, no tiene mucho sentido.
La historia está narrada en pasado. Quien narra ya no siente ese odio o no así de intensamente, por lo que no tiene sentido que alguien se narre a sí mismo con tanto exceso el recuerdo de alguien que ya no odia, La única razón por la que alguien lo haría es para crear esta ilusión de «historia de odio» y pareciera que la historia de odio existe porque es lo que quiso la autora, no porque sea creíble que alguien lo narre así en retrospectiva. En retrospectiva, alguien que ya no odia tanto, sería más benevolente al recordarlo todo, o se odiaría a sí mismo. Es un artilugio literario en el más amplio sentido: esa historia, la historia de «El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes», no podría existir en ningún otro medio que no sea la literatura, que no sean palabras con una carga que no deberían de tener, pero lo tienen.
En el caso de esa novela, la consciencia de que no debería de ser narrada así, que debió ser más benevolente, llega hasta el final, porque sólo hasta ahí el odio se desvanece. Funciona muy bien como artefacto, pero la relectura se ve mermada, creo, porque el efecto se pierde. Como uno va acompañando a quien narra, pareciera que el efecto de la consciencia, y por lo tanto, de la suavización del odio, llega en el momento justo para el personaje. Pero es trampa: el relato está en pasado. Tú como lector tienes una epifanía que el personaje emula al narrar, aunque no tendría por qué.
¿Ven la gran trampa que es la literatura? Esos juegos, esas historias que sólo pueden existir del modo en que están escritas y no de otro, porque se derrumban, son las que le regresan a uno la fe en la literatura como arte: el arte de crear verdades que sólo pueden existir ahí, que de cualquier otro serían mentira.
En el caso de aquella novela, el pacto no es roto sino hasta luego de ser terminada, y para entonces, la historia se ha completado, y el efecto se logró. La literatura triunfó sobre el lector.
El gran problema viene, creo, cuando un recurso tan truculento es repetido sistemáticamente, en historias breves. Porque en cada lectura nueva, de cada cuento, sientes que relees el artefacto, que comprendes el modo en que te cuentan una verdad que es mentira, y todo se cae. El problema es asumir que el lector no se dará cuenta de que le estás contando diez, veinte, cincuenta historias de odio (o de lo que cualquier otra emoción) en el espacio en el que alguien contó una, y que seguirá creyendo en que el odio no se redimirá, cuando la epifanía se repite. Eso sólo hace evidente la mentira. Y ya no te cree.
Ese es el problema que estoy teniendo con «Pelea de gallos» (Páginas de Espuma, 2018), y por el que abandono su lectura, a la mitad: repetidamente es contada la historia en la que la brutalidad, violencia y relaciones tóxicas y universales (todos con todos) destruirán al personaje, pero nada pasa, todos se ensucian pero viven.
Con el primer cuento, «Subasta», la reacción es de incredulidad. Pero con los siguientes cuentos, el asco, la violencia absurda, la gente edgy, se repite de tal modo que ya no queda ni el engaño ni la epifanía, y el pacto con el lector ahora es otro.
La estructura en los cuentos es muy similar: casi todo lo narrado es el pasado de la protagonista, que casi siempre es una mujer violenta o que ha sido violentada, que es distinta a otras mujeres por su físico o su condición social, y que al ser sometida a la violencia y a la depravación desde muy joven, le ahorra dolores cuando ya es adulta: la chica recuerda algo edgy y violento, luego algo pasa que es solucionado o soportado gracias a eso edgy, fin. El efecto de impacto se pierde cuando todos los personajes están rodeados de incesto o animales muertos o abuso extremo, o son ellos quienes abusan.
Diría, incluso, que hay algo humorístico en el horror de los cuentos. En Subasta, por ejemplo, que es el cuento que abre el libro, la protagonista no parece muy preocupada por su posible asesinato. No sé aún explicar el por qué de esto, pero el pacto es aún más confuso entonces: ¿qué busca la autora de mí? ¿Quiere que me horrorice con sus horrores tan naturalizados, o quiere que me ría?
En última instancia, mi problema con el libro es que no alcanzo a comprender cuál es el pacto que trata de establecer conmigo: su prosa llana, casi de guion cinematográfico, exhibe una violencia, fluidos y relaciones que explotan todo el tiempo, y acaban sin más.
Hay un límite para la cantidad de veces que un pacto así puede ser sostenido. En mi caso, fueron 7 cuentos y ni uno más.