Fantasmas en el librero

Todos tenemos una historia con los fantasmas.

La primera que oí fue de mi abuela. Mi madre le decía que no anduviera diciendo que en el patio, que atravesaba los dos pisos de su casa, a veces se aparecía una gran cuerda colgando del barandal, y de ella, sostenido muchos años después de su muerte, un hombre al que podían vérsele solo los pies flotando si te asomabas desde la sala.

Mi abuela siempre creyó en cosas paranormales, así que su historia fue desestimada por mi madre, que años después no supo explicar las huellas en el techo de la habitación de mi hermana. Sobre la entrada, apenas a unos centímetros de la puerta, un hilo de pequeñas huellas se fue formando con los días. No sabemos cuántos exactamente. Mi hermana quizá no les prestó atención sino hasta que estas se siguieron entre sí formando un camino que iba en dirección a la almohada donde ella dormía.

Durante su estancia aquí, mi hermana se encargó de cuidar a una perrita que estuvo con nosotros casi 20 años. Nos parecía gracioso que fuera una perrita tan ruda: no se dejaba mangonear por otros perros, tenía su temperamento. No solía ladrar, aullaba cuando mucho, cuando pasaba el camión del gas, con su escándalo que para ella debió ser agónico. Los perros, se sabe, tienen muy agudos el olfato y el oído. Por eso nos desconcertó mucho aquella primera vez que, saliendo de la habitación de mi hermana, miró el librero del estudio, justo al otro extremo de donde estaba la puerta, se quedó quieta y comenzó a ladrar. Luego se fue apartando, retrocediendo para estar lejos de lo que sea que la amenazara, y siguió ladrando con horror. En broma, yo le decía a mi hermana que era el fantasma del niño del maíz.

Mi papá nos contó muchas veces que, donde ahora es mi casa, había un sembradío. Como yo contemplaba la muerte desde muy niño, me pareció sencillo pensar que seguro un niño como yo había muerto en esa tierra y, cuando ya nada creció ahí, se vio enfurecido, porque ahí nadie debía vivir salvo las plantas, y a su modo trataba de espantarnos aunque no pudiera porque teníamos a mi perrita.

Las historias que uno se cuenta sobre los fantasmas…

Luego, esa misma perrita, reaccionó igual en la bodega junto a mi casa, donde tenemos el jardín. Otra vez ladró como si alguien amenazara algo más delicado que su vida, porque ni siquiera cuando se defendía a sí misma de otros perros ladraba así.

Mi hermana ya no vive con nosotros, aquella perrita murió, y su ahora nuevo perro ha ladrado sin explicación en dos lugares de mi casa, cuando viene de visita. Este perro nunca ladra, a menos que oiga ladrar a otros perros. ¿Alguien tiene explicación?

Pero esa no es mi historia con los fantasmas.

Hace poco, luego de la muerte de mi abuela, mi celular pasó de estar en el librero de la entrada de mi casa hasta el suelo, unos cinco o seis metros, sin razón. No tenía forma de llegar ahí. Yo estaba barriendo, esperando a que mis padres volvieran del velorio, cuando mi celular se estrelló contra el suelo, muy lejos de donde la física debió ponerlo. Cuando lo recogí, escuché que algo se cayó en el cuarto del que yo acababa de volver. Un par de bolsas que no tenían forma de caerse, se habían caído. Al levantarlas, algo se oyó en el patio…

Cuando fui a cerrar el patio, vi que una sombra oscura y bajita pasó de prisa detrás de mí, la pude ver de reojo, y supe que aunque nunca he visto un fantasma, quizá estaba por ver uno. Pero no quería ver un alma en pena, cuando yo mismo estaba sufriendo tanto. Así que le dije que se fuera. Alguien me pasó una vez ese consejo: si empiezan a molestar, diles que se vayan. Y yo repetí, muy fuerte, que debía irse. Que no podía quedarse entre nosotros.

Ya nada cayó en la casa ese día, ni desde entonces. Quienquiera que haya sido el que tumbó las cosas, o la regla de la física que se haya roto, no ha vuelto a esta casa. Lo cierto es que mi abuela también se fue.

Pero esa tampoco es mi historia con los fantasmas, o no la que quiero contar. Es quizá más modesta, pero más larga.

Mi librero, el mismo al que los dos perros le ladran siempre, el mismo del que huyen, el mismo frente a la habitación que era de mi hermana, es el único que tengo, donde pongo los libros que más me gustan y más cuido. Suelo lavarme las manos antes de leerlos, leerlos solo cuando estoy tranquilo, para no doblarlos ni mojarlos con sudor o con lágrimas. Soy tan cuidadoso con ellos que ni siquiera los abro por completo, para que no se vayan separando sus hojas. Tengo, eso sí, la mala costumbre de desempaquetarlos en cuanto los compro, aunque no les eche un ojo siquiera. Me gusta que estén abiertos y accesibles…

Es aquí donde empieza mi historia con los fantasmas.

Un día noté que un libro que yo nunca había abierto tenía marcados los dedos de alguien que estuvo leyéndolo con aprehensión. Me sorprendió porque, creía recordar, ese libro había estado impecable cuando lo compré, y nadie más lo había leído en casa. Pregunté a la familia: nadie había sido. Yo tampoco. No le di mayor importancia.

Pero las huellas de lectura siguieron apareciendo. Mis libros están marcados por la presión de alguien que sí los abre de par en par, de quien no se lava las manos al tocarlos, de quien aprieta fuerte, como esperando que no caigan de sus manos.

Desde aquella primera vez, muchos de mis libros nuevos, a los que les eché un vistazo con el tacto más suave, tienen huellas de lectura ruda que no se justifican de un modo racional. O quizá sí es racional que un fantasma lea.

La cosa no termina ahí. Un día, revisando qué libros tenían esa característica, descubrí que los de la sección de «literatura mexicana» están intactos, como si quienquiera que los lea, se rehusara a abrirlos. Cuando le conté eso a una amiga, me preguntó que si no era yo, que con sonambulismo me ponía a leer.

A veces, cuando la gente me pregunta por qué no leo a mis contemporáneos compatriotas, digo en broma que los fantasmas no los quieren. No tengo forma de saber si son todos los fantasmas o solo el mío, pero en ausencia de más evidencias, me permito aventurarme y especular…

Más allá del chiste, me gusta pensar que, si hay un fantasma en mi estudio, se alegrará de saber que estoy por poner un sillón nuevo, amplio, en el que podrá descansar en sus lecturas. Desde que puse mesas con libros junto al librero, impidiendo tomar los de la parte de abajo, me pregunto si no será por eso que duermo mal. Que, como no tiene libros que leer, se infiltra en mi mente y la perturba con sus manos que aprietan fuerte.

De todo esto, me llena de optimismo pensar que, incluso en la incertidumbre de lo que vendrá después, nos quedará la ilusión por las historias, y que a veces, si tenemos suerte, volveremos a ellas. Por eso vale la pena escribir, no solo para los vivos, sino para los muertos. Uno nunca sabe cuándo puedan leernos.

Claro que eso es una historia ociosa que ni yo creo seriamente, pero quién sabe. Así es mi historia de fantasmas. Aún no está completa. No sé qué pasará aún.

No sé qué constituye los libros para fantasmas, pero sí sé que hay un fantasma en mi librero.

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