Ganarle al tiempo

Cuento publicado en una booklet de Editorial Lectorum (2020).

Javier era mi amigo mucho antes de que su lucha contra el tiempo definiera la totalidad de su vida. Al principio solo lo maldecía como un juego. Se quejaba porque nos hacíamos viejos muy rápido, y su ropa favorita de pronto no le quedaba, porque ya no le dejaban hacer berrinches y saltarse las reglas no era más unas opción; cuando crecer se volvió abrupto, y se me engrosó la voz, él maldijo al tiempo por detenerse en su boca, por atrapar a un niño en su garganta para siempre, impidiéndole crecer en presencia de hombre. La lucha siguió así, hasta que un día, luego de perder a alguien (nunca me dijo a quién), se detuvo en medio de la plaza en la que caminábamos, maldijo con el puño al aire y le gritó al tiempo. No a los dioses, no al destino, sino al tiempo en sí. Se volvió costumbre oír sus maldiciones cada vez que íbamos a la plaza, como si su rencor al tiempo estuviera anclado en un punto específico en el suelo y desde ahí pudiera verle la cara. ¡Maldito seas, tiempo! Me quitas todo. Yo me quedo sin nada por tu culpa. Se oía tan infantil quejándose en el aire, pero algo en su queja era muy adulto, algo cansado y vencido, como una súplica que de tanto ignorarse se pudre, y aquel grito no eran sino los gases que desprendía el cuerpo. ¡Te odio!

Entonces, como cualquiera lo habría hecho, un día el tiempo le respondió.

Yo no lo noté al principio. El tiempo a veces es así. Un segundo se alarga por horas y las horas se agotan en segundos. Pero eso era distinto. Debí notarlo, pero estaba demasiado ocupado buscando el rostro al que Javier le gritaba. Cuando reparé en mi amigo, y mis ojos se fijaron otra vez en él, lo supe.

Él ya no iba a irse de ahí. Se había quedado callado, y como una mosca flotante en un ojo desde el cielo, parecía que él se borrara de ahí si lo barrías con la mirada; solo para descubrirlo un momento después, todavía gritando, de pie, en el mismo sitio.

Miré en todas direcciones, esperando que alguien notara que mi amigo padecía algo, pero no sabía decir qué. Traté de tocarlo, pero no pude. Temí que ya jamás pudiera encontrarme con él. Él no era un fantasma, mi cuerpo no atravesó el suyo. Más bien, fue como si su cuerpo estuviera en otro sitio, en otro tiempo en realidad, uno imposible de alcanzar salvo con los sentidos distantes, unos ojos y oídos que deben conformarse con vibraciones de otros mundos, pero nunca el tacto.

¿Estás bien?, le pregunté. Sabía que él no estaba bien, pero seguía hablando, y eso debía significar algo aunque yo no supiera qué. No me miró. Él estaba demasiado ocupado en su lucha contra el tiempo. Y como al paso de los minutos, y luego las horas, él siguió peleando, me tuve que apartar. Lo dejé de pie, iluminada su cara como si aún hiciera un sol matutino, aunque ya era de noche y todos me habían visto extraño mientras me alejaba y ellos iban acercándose, maravillados por mi amigo.

Al día siguiente volví a la plaza, esperando hallar el espacio vacío en el que mi amigo se había quedado como suspendido; esperando que yo pudiera ver, al mirar en la misma dirección, lo que él había visto. En cambio, al llegar lo vi a él, de pie aún gritando, aún molesto, aún quejándose con el tiempo. Seguía peleando con él, pero ya no era un juego.

No iba a quejarse por algo tan simple como su voz infantil o su imposibilidad de hacer berrinches, aunque estuviera haciendo uno, uno muy propio de los adultos, que son los únicos que notan lo fácil que el tiempo se pierde. Su berrinche había cobrado otra dimensión. Mejor dicho, parecía haberla creado. El tiempo tenía los ojos aún sobre él, y no iba a soltarlo. Si quería pelea, si Javier estaba dispuesto a ello con todo su espíritu, el tiempo estaba dispuesto a responderle.

Con el paso de los días, ya no tuve que ir a la plaza para saber lo que pasaba. Alguien ya lo había televisado. Era la noticia local, primero; cuando se volvió nacional, la gente comenzó a llevar flores alrededor de donde él estaba. Se ponían de rodillas y rezaban, tan cerca de la catedral. Para su buena o mala fortuna, estar cerca de un sitio religioso había vuelto su pena en símbolo que él ignoraba, porque su pelea y su atención estaban puestas en el tiempo y en nadie más. Creían que su presencia significaba consuelo; no sabían que era una condena.

Al visitarlo, no sé si él decidía ignorarme o simplemente ya no me notaba. La gente se iba de su lado cuando se desvanecía en un pestañeo; pero yo sabía que él permanecía, que su pelea seguía ahí y él no iba a ningún lado. Aunque su pelea era contra el tiempo, parecía que el espacio también hubiera reclamado su guerra.

Así pasaron días, semanas, meses, en los que lo visité siempre que pude y le di ánimos. Era mi mejor amigo, yo lo quería tanto, y no podía creer que algo me lo hubiera quitado. Yo podía verlo, como una fotografía, un vídeo al otro lado de una pantalla. Él estaba ahí, pero ya no era mi amigo. El tiempo me arrebató todo lo que tenía, y yo supe desde el principio que si yo también le gritaba, podía correr su destino.

Emocionado por la idea, pensando que al menos así podría estar junto a él, me paré a su lado y grité al tiempo lo mismo que mi amigo. Si seguía gritando, yo acabaría en el mismo infierno, pero al menos lo compartiría. En cambio, así, con la posibilidad de ir y volver, el infierno era pura soledad. No sabía si yo podría soportarlo.

La gente creía que él era mi pareja, mi hermano, luego creyeron que yo era su admirador. Nadie sabía y él no podía decirles nada, y yo tampoco. Me cansé de hablar. Con el tiempo, uno se cansa de hablar. Lo hace más bajo. La voz, de tan crecida, se va envejeciendo, mientras que la suya seguía joven. Era un niño gritándole a algo más allá, algo que ninguno podíamos ver.

Ir a escucharlo se volvió una tradición local. Parte del turismo del estado se concentró en hablar de mi amigo y su lucha contra el tiempo. La gente no entendía. Pensaban que ir a verlo era entretenimiento. Pero lo entenderían algún día, pensé. Ojalá que no, pero lo harán. Algunos decían que él iba ganando y otros que perdía, pero yo no estaba seguro.

Seguí yendo cada vez que podía, aunque cada vez podía menos.

Entonces un día, muchos años después del primer momento, cuando yo ya casi no lo visitaba, dejó de gritar. De un momento al otro bajó el puño, cerró sus labios y apretó la boca, furioso, pero en silencio. Torció el cuello, como si recién se diera cuenta que algunas décadas nos habían separado. Se fijó en mí, que estaba de pie a unos pasos.

Se le veía triste.

No pude ganarle, me confesó.

Luego, igual que se había ido tantas veces, desapareció en apenas un segundo, o quizá siglos para él.

Pensé que todo había acabado con su derrota.

Entonces noté que alguien, a unos pasos, se desvanecía en un vistazo, y otro más lejos también. Había pasado de repente. El tiempo, que nunca nos había pedido nada, de pronto reclamaba atención, la misma que mi amigo le había dado. Con los días, la plaza se ocupó por un montón de personas que miraban hacia el cielo o hacia la tierra, otros tenían los ojos cerrados; todos ahí, como estatuas, detenidos por el tiempo.

Se fue volviendo común caminar en la acera y descubrir de pronto que alguien se había quedado como congelado. Con los conductores era peor, porque no solo ellos sino el auto permanecía, y era imposible moverlos de ahí. Algunos muros tuvieron que romperse, porque las personas se quedaban en las puertas, y era imposible hacerlos a un lado.

Más y más gente fue quedando atrapada. Con los años, noté que solo mi amigo había recobrado su consciencia; los otros simplemente permanecían, igual que un asunto pendiente, una visita siempre postergada, una palabra en el aire, un sueño no expresado.

Pero aquel fue apenas el inicio. Pronto los aviones se quedaron en el aire, con la gente suspendida. Uno podía ver a los buzos, todavía en el agua, respirando algo que ya no era aire. Algunas gentes, las más tristes de todas, se quedaron a medio camino de morir: colgadas, lanzándose de un puente, uno veía a diario sus cuerpos. Ya no podíamos reclamarle al tiempo que nos quitara de pronto a la gente. Ya nadie se iba. Todo era de pronto ocupado, la gente repetía lo mismo una y otra vez, sin darse cuenta. A veces no sé si ellos se dan cuenta de lo que les ha pasado.

Pensé que mi amigo gritaba cosas nuevas, que inventaba a diario formas de seguir peleando. Pensé que mi amigo no repetía sus gritos, pero quizá nunca estuve con él lo suficiente para oírlos todos.

Javier era mi amigo mucho antes de que su lucha contra el tiempo definiera la totalidad de su vida. Al principio solo lo maldecía como un juego. Se quejaba porque nos hacíamos viejos muy rápido, y su ropa favorita de pronto no le quedaba, porque ya no le dejaban hacer berrinches y saltarse las reglas no era más unas opción; cuando crecer se volvió abrupto, y se me engrosó la voz, él maldijo al tiempo por detenerse en su boca, por atrapar a un niño en su garganta para siempre, impidiéndole crecer en presencia de hombre…

Fotografía: Nil Areli.

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3 comentarios sobre “Ganarle al tiempo

  1. «Emocionado por la idea, pensando que al menos así podría estar junto a él, me paré a su lado y grité al tiempo lo mismo que mi amigo. Si seguía gritando, yo acabaría en el mismo infierno, pero al menos lo compartiría. En cambio, así, con la posibilidad de ir y volver, el infierno era pura soledad. No sabía si yo podría soportarlo»

    Siempre haces que algo terrible, tenga su lado humano y signifique algo para el lector.

    Qué bonito cuento, Daniel

    Le gusta a 1 persona

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