Todo tiene que ver con la muerte
Hace algún tiempo definí como «escritores del meh» al conjunto de autores que construyen un aparato narrativo preciosista para no contar absolutamente nada. Todos conocen autores así. A algunos se les identifica por sus relatos sobre escritores que escriben y los problemas que el escritor encuentra en esos escritores de ficción. La ficción en sí misma se vuelve su materia, su método y su estética: es como si la narrativa, teniendo todo el poder de la imaginación a su servicio, solo quisiese hablar bien de ella misma.
Se trata de una literatura onanista de un modo poco interesante: si tan solo su onanismo fuese sobre ellos mismos, los autores, y no sobre el oficio en sí, al menos uno podría aferrarse a sus peculiaridades. En cambio, encontramos copias perfectas del estilo de otros escritores, reinvenciones de la rueda que ya estaba bien y que no necesitaba reinvenciones, o peor: de una a la que le sobran. Lo que se les olvida es que la rueda sirve al propósito de miles de maquinas distintas; reinventar la rueda por la rueda misma carece de sentido porque no apela a nadie de ninguna forma.
Es como hablar de la muerte sin describir qué se siente perder a alguien. O hablar de una pérdida desapasionadamente. Hay algo artificioso e impostado en escribir así.
Otros autores simplemente son grises porque atenúan su particularidad en aras del gregarismo de su generación: ser reconocidos como parte de un conjunto tan ilusorio como inútil para el lector. ¿De qué le sirve a un lector que cien escritores se sumen a la misma estética, si de los cien se quedará con apenas uno en su memoria, si bien le va, quizá el que menos se parece al resto o el que mejor los representa, el más técnico de todos?
Son bisutería que brilla igual que brillan otras millones piezas iguales en el mismo aparador, distinguidas unas de otras por qué tan ostentoso es el anuncio que enmarca su precio. En el mejor de los casos, muchos son imitadores de Raymond Carver, sin la pasión ni la humanidad con la que este contaba con sus relatos. O sea: son textos cadáveres.
Son narrativas grises por autocontenidas, por abiertas, por falta de emotividad. Se proponen ser grises como si serlo fuese una virtud. Son narrativas que logran ser llamativas por razones extraliterarias. Qué horror.
Hablo de la estética del meh, de los escritores grises, para enfatizar el hecho de que, hoy en día, la escritura debe prescindir de medias tintas. La realidad y las ideas están ya en otro sitio. Requieren, para eludirlas, retratarlas o repudiarlas algo que haga frente a su intensidad.
La Death fiction (la escribo así y no «Ficción mortuoria» por anteponer la muerte en el término, algo propio del inglés y no del español; se escucharía horrible, por ejemplo, mortuoria ficción, por artificiosa) no pretende ser gris, sino manejarse en las áreas grises como en un sistema hidráulico tendiente a los extremos. Cada quién sabrá en qué extremo se posiciona, pero la Death fiction no acepta replicantes.
De nada sirve la sutileza de una anécdota de una historia que no llega a nada. La sutileza se aprecia por contraste: si durante el relato todo está en el subtexto, hace falta, por ejemplo, un episodio explosivo que sirva como contrapunto. Lo mismo ocurre con anécdotas tan dramáticas que deben hilar la narración con humor con el fin de mantener un cierto equilibrio. El humor, las áreas grises y el dramatismo hallan su punto en común en un tema al que sirven: la muerte. De todas las experiencias humanas, es la más universal y la más literaria de todas. La más épica y también la más manida (y precisamente por eso, donde más brilla la originalidad de su abordaje).
La Death fiction es una ficción donde la muerte es protagonista. Es una ficción que funda sus preguntas, sus divagues, sus intentos -todos ellos únicos- de respuesta en la muerte como concepto, como fenómeno, como fetiche. La Death fiction se alimenta de la muerte del mismo modo en que trabajamos el concepto de «emoción» en cualquier otra narrativa: hay miles de ellas, de ellas se puede escribir su afirmación o su negación, explorarla en la metáfora o en una anécdota de corte más real. En otras palabras: la muerte resulta ser la esencia del material literario más importante que hay.
Si ya de por sí la muerte siempre ha sido importante, hoy en día pareciera que discursivamente existe más: se le invoca en chistes, se le invoca en estadísticas, abundan los spoilers de la muerte de los personajes en las series. Las noticias están llenas de muerte, y hoy hay más noticias que nunca. Internet y la imprenta propagaron la muerte tanto como las guerras, al menos conceptualmente. La muerte es un punto de quiebre para cualquier narrativa. Es el epítome narrativo de una anécdota, su punto de origen o la materia de su génesis. Uno no puede meter a la muerte en un texto sin volverla importante. Es igual a la pistola de Chéjov: una vez que se le nombra, algo deberá ocurrir con ella. La muerte no se satisface a sí misma como concepto: necesita permearlo todo. Sin embargo, hay quien se conforma con contar historias grises de la muerte: de ella no se extrae nada, nada pasa con ella, nada se pierde y nada se gana. Es ahí donde los escritores del meh, su estética, se viene abajo: al contentaste con no decir nada, nos hacen perder el tiempo, valioso porque su paso nos acerca a la muerte. Leer historias donde no ocurre nada es lo mismo que abstraerse de la vida un rato solo para no vivir. ¡Eso es peor que el horror!
Con la Death fiction se pueden hacer cuentos de pareja, cuentos de amigos, cuentos de familia; cuentos fantásticos, realistas mágicos, realistas; da lo mismo la visión, lo importante es que los ojos se llenen de muerte.
La muerte resulta ser, entonces, un excelente punto de partida. Lo narrativo nace en la muerte porque, para empezar, cualquier cosa que se diga de ella es ficción. Los rituales mortuorios, los recuerdos de los muertos, los más allá y más acá. Todo, absolutamente todo lo que permea la muerte, ha sido una narrativa de ficción y que precisamente por ser de ficción es eminentemente literaria. Como si la materia misma (la muerte), por su naturaleza (literaria), exigiera ser el centro de atención de una cosmovisión.
La moral y la ética de mucha gente se funda en la idea de si hay algo o no más allá de la muerte: nuestra vida se funda en conceptos que surgieron gracias a que sabemos nuestra muerte futura. Como individuos o como especie, no importa. La escala es lo de menos.
La Death Fiction abarca tormentas inagotables que llenan el mundo, lluvias de animales muertos, niños que pierden la vida pintando escenas de muerte, niñas que ven morir a sus hermanos en un columpio, amigos que se pelean por la muerte de un hermano, la muerte retrasada para hacer de las suyas: todo cuanto puede decirse del mundo de hoy tiene que pasar por el filtro de la muerte.
La narrativa del fin del mundo por el calentamiento global: muerte.
La narrativa de los pro-vida y las abortistas: muerte.
La narrativa de la eutanasía: muerte.
La de evitar el consumo de drogas, o las drogas en sí: muerte.
Incluso la narrativa de los desaparecidos se permeó con la muerte: ya no hay desaparecidos vivos, solo muertos esperando ser encontrados.
¿No tiene sentido, pues, que toda historia empiece y termine con la muerte? ¿Que la muerte sea la materia de la que están hechas las historias, los andamios sobre los que se sostienen?
Incluso el consumo de alimentos se adhiere a ese discurso: la muerte ética, el consumo animal como una empresa fatídica de millones de muertos.
Si no hay una sola narrativa ajena a la muerte, tiene sentido preguntarse cómo se configuran todas esas historias atendiendo a las posibilidades de la muerte misma: la muerte como un chiste, la muerte seria, la que vuelve, la que no vuelve, la que no llega, la que se retrasa, la que encuentra catarsis y la que no.
La fascinación por los asesinos seriales es prueba viviente de nuestra fascinación por la muerte: primero queremos saber cómo matan a los otros y luego queremos que los maten. La empatia se puede medir, de forma extrema, preguntándonos si podemos empatizar con alguien que toma una vida. Decimos que los psicópatas no empatizan con quienes matan, pero nosotros tampoco empatizamos con ellos. Nos fascinan aún así. No hay una comunicación real entre nosotros, pero hay historias.
Hasta en los cómics pasa: los fanáticos discuten, todo el tiempo, cuánto tiempo tardará un personaje en morirse, en volver a la vida o si se quedará muerto para siempre jamás. Los personajes más respetados de los cómics son los que se quedan muertos.
Por otro lado está esa obsesión malsana por ver cuántos años tiene un artista, para saber si está próximo a morirse como una leyenda o si morirá, después, con los años, como un sujeto cualquiera.
Compramos los discos y cantamos las canciones de quienes acaban de morir.
Travestimos los recuerdos de los muertos con la alegría de un escultor que encuentra la forma perfecta de inmortalizar a su modelo.
La religión más conocida del mundo le rinde culto a un cuerpo en una cruz. Su muerte es símbolo de nuestro pecado y su resurrección es prueba de su divinidad. Todo tiene que ver con la muerte.
En otras palabras: nuestro consumo, nuestra cultura, nuestra narrativa, nuestras preocupaciones, todas llegan a la muerte en algún punto, la cruzan de puntitas o se estrellan contra ella. La abrazan, quizá.
¿Cuál es el reto de la narrativa actual? No lo sé. ¿Cuál es el reto de mi narrativa? Hacer de la muerte el tejido que une todas las historias. Creo que así debería ser toda la narrativa actual: tocar a la muerte de algún modo. No puede prescindir de ella cuando en la realidad somos más muertos que vivos. Hacer de la muerte el inicio, el desarrollo y el clímax. Hacer de la muerte un tema, una obsesión, un lenguaje.
Pero no se malentienda: no se habla de la muerte sólo por hablar de ella. Se dice mucho sobre un montón de cosas cuando se le nombra: sobre la fragilidad, sobre la incomunicación, sobre el individuo que pierde contra el mundo, sobre la inocencia perdida, sobre los lazos puestos a prueba por la muerte. En otras palabras: uno habla de la muerte para hablar de la intimidad. Los lazos humanos en su mismidad son atravesados por la idea de la finitud.
A las mujeres les molesta que alguien hable por ellas en el tema del aborto porque lo que está en juego son SUS cuerpos.
La gente le llora a los cantantes que considera SUYOS, los que cree que escribieron canciones pensando en ellos, los que parecieran haber conocido aunque sólo sea a la distancia.
La muerte de un autor nos golpea doblemente cuando la sentimos NUESTRA: si pensamos que podemos morir por suicidio, el suicidio de un autor es una llamada de advertencia.
Es decir: la muerte es un tema de intimidad. Escribir sobre la muerte es escribir sobre el modo en que intimamos. Escribir sobre la intimidad es escribir sobre la muerte.
Mucho se dice que las relaciones tradicionales han muerto, que las amistades han muerto, que la familia ha muerto, que el individuo a muerto, que Dios ha muerto. Podría afirmar que los hitos de la cultura occidental se basan en la muerte: la muerte de ese hombre abstracto, creado por Dios a su imagen y semejanza (Darwin), la muerte de ese Dios que nos había creado cuando teníamos su imagen (Nietzsche), la muerte de la voluntad que creíamos nos hacía gobernar sobre todo sin estar sujetos a nada (Freud). Los tres también hablaban de la intimidad: nos hermanaron con las otras especies, que sentíamos ajenas y de pronto eran como nosotros (Darwin, una vez más); nos dejaron huérfanos, sin un padre simbólico que pudiera unir nuestras manos, huérfanos y humanos que aprendimos que solo nos teníamos a nosotros (Nietzsche, una vez más); abandonados a una suerte de guerra interior que ni siquiera podíamos presenciar, víctimas de pulsiones incontrolables, de terribles dictados de entidades abstractas que alguien descubrió por nosotros (Freud, para terminar).
Si la civilización humana, en su quintaesencia espiritual y filosófica, moral, está fundada en la muerte y la incomunicación, en la intimidad, ¿por qué no habría de estarlo la narrativa? ¿Por qué la narrativa actual se esfuerza por ser tan gris, cuando cada elemento de la vida, por pequeño que sea, está atravesado por la muerte, que es todo menos gris?
Lo que nos hace diferenciar a los dioses de los hombres es la mortalidad. Lo que nos diferencia de los animales: la consciencia de la muerte. ¿Los deseos de trascendencia? Evitar el olvido luego de morir. La muerte nos moviliza a luchar y nos hace huir cuando nos vemos en peligro.
Las cumbres de la literatura están atravesadas por la muerte.
La mayor historia de amor de todos los tiempos está conformada por una pareja de suicidas.
He ahí por qué escribo lo que escribo. He ahí la Death fiction.
Pintura: Elly Smallwood.
Y que ejemplos de cuentos de death fiction recomiendas?
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Diríase que, retroactivamente, hay cuentos pudieron haber sido Death fiction: El lago, de Ray Bradbury, Laura, de Saki, Mariana, de Inés Arredondo, Diles a las mujeres que nos vamos, de Raymond Carver, Dimensiones, de Alice Munro, etc.
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oye ya acabe esos cuentos, me gustó mas el de carver y el de arredondo, bradbyry ya lo conocia, ¿que otros recomiendas? deberías ahondar más en esto, esta interesante :p
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Me alegra que te hayan gustado.
Otros cuentos que ponen su interés capital en la muerte, o que le dan un peso narrativo importante que atraviesa toda la historia, son, por ejemplo:
Blood Is Another Word for Hunger, Rivers Solomon.
El zoo de papel, de Ken Liu.
El infierno es la ausencia de Dios y Exhalación, de Ted Chiang.
Canción de amor no correspondido, de John Cheever.
Y por el momento son los que se me ocurren.
Espero los disfrutes.
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