Adiós, amor mío

Cuento publicado en el n°16 de la Revista Literaria Visor (Septiembre, 2019).

Jessi sigue pensando en cómo era la vida hace cuarenta años. Para ella, nada ha cambiado. Los grandes temas del mundo siguen siendo los mismos: el amor y la muerte. Aun cuando no hay nada más esperándonos, no logro convencerla de que ya no hay futuro.

Al verme en la regadera se queda detrás de la cortina y me observa angustiada.

—¿Por qué no piensas en nuestro hijo? —me dice. Acaricia su abdomen mientras se quita la ropa. Quiere que tengamos un bebé.

El agua cae en mi rostro. Estoy en la ducha otra vez. Sólo ahí puedo figurarla como debería ser, sólo ahí la Jessi frente a mí se asemeja a la Jessi de mi imaginación, la de un presente que no es sino nostalgia, porque no existirá jamás. Sólo en la humedad vuelvo a sentirme tan vivo como antes. Jessi no lo entiende y vuelve a hablarme de tener un bebé, pero ve en mi expresión borrosa por el vapor y la cortina algo que la hace detener su obsesión. Le cambia el gesto. La severidad y la consternación se rompen como una costra que da paso al ruego. Es apenas una sombra detrás de la cortina, pero así puedo ver con claridad lo que siente. Sólo así. Al deslizar la cortina, sin embargo, me está sonriendo.

Desde su última resurrección las cosas no son iguales. Se obsesionó con la maternidad. Mira los aparadores e imita las posturas de los maniquíes y me sonríe. Ninguna resurrección fue así. Mi esposa ha muerto tres veces, hasta ahora.

***

Estábamos sentados en un parque, la primera vez que murió. Habíamos pasado una hora discutiendo sobre el futuro.

—Quiero seguir estudiando —me dijo.

Jessi se había licenciado en literatura. Me corregía al hablar. Llevaba libros en su bolsa. A veces me contaba historias que yo creía que no eran suyas, pero ella había olvidado si lo eran o no. Para ella no había distinción. La literatura era su mundo, y ella estaba tan metida en él que el amor y la muerte, las dos grandes pasiones de las letras, decía ella, estaban en todos lados, sin importar qué mirara.

—Te miro y sé que esto no será para siempre, pero quisiera que lo fuera –me decía-. Es lo mismo con los libros. A lo mejor un día me entiendes y te presto algunos.

Sus amigas la criticaban por exceso de romanticismo, pero ella se decía decimonónica. Sentía las pasiones como las pasiones deben sentirse: como si uno se muriera al tocar su aura con solo respirar.

—Ellas quieren que sea de una forma, pero no voy a serlo solo porque ellas quieran. En cualquier caso, la historia siempre se repite. Y algún día verán que no hay nada malo en sentir como yo siento.

Cuando nos casamos, me pidió que en lugar de gastar una suma exorbitante en la boda gastáramos la mitad en regalos para nosotros, y la mitad en ahorros para el futuro. Jessi siempre se imaginaba el paso del tiempo.

—Quiero ser una vieja como Alice Munro, tan bella y elegante. Y también voy a ponerme a leer revistas de moda porque para entonces, ya vieja y con una melena de plata, voy a descubrir que ya viví todo lo que quería vivir.

Sonreía de tal modo que, al decirme eso, podía visualizar los mechones plata de los que hablaba. Me imaginaba mis manos, justo como ahora son, viejas, arrugadas, tocando esos mechones. Sentía que el futuro, sin importar cómo fuera, sería prometedor.

Así, del mismo modo, pensábamos del futuro estando sentados en aquél parque donde moriría unos minutos después. Apenas podía oírla porque unos hombres gritaban a unos metros de nosotros. El resto del parque estaba ocupado, cada quien en su sitio; aquel era nuestro lugar de siempre.

—Ya sé que lo he repetido mil veces, pero esta vez escúchame con atención.

—Yo siempre te escucho.

Hizo aquel gesto suyo, alzando una ceja y poniendo su dedo índice en el pómulo.

—Suponiendo que me has escuchado siempre…

La abracé por la cintura y ella me golpeó para que la soltara. Le hice cosquillas y su risa se mezcló con los gritos de los hombres. Por momentos se callaron, o yo ya no escuché lo que decían. La risa de Jessi no me dejaba advertir que vivía en un mundo de gente molesta. No podía concebir una contrariedad así.

Habíamos salido a correr. Decía que quería tener buena salud desde entonces para llegar a vieja de la mejor forma posible. Yo le había dicho que tomáramos un descanso; la vida estaría esperándonos al día siguiente.

Jessi se irguió como si al reír no pudiera comunicarme su sueño.

—Por favor, es un asunto serio.

—Estoy serio. Mírame.

Pretendí no mostrarle nada con mi rostro, pero ella pudo leer todo en mí.

-Quiero encontrar una teoría definitiva para las historias. La arquitectura exacta de eso que luego nosotros deseamos contarle a las siguientes generaciones.

—¿Te refieres a los niños? —le pregunté.

Habíamos discutido tanto sobre la posibilidad de ser padres. Jessi me advirtió que no querría sino hasta varios años después, y ni así, dijo, podría prometerlo. Quizá nunca querría.

“La vida es incierta y no sé si quiero ser madre. Quiero viajar, conocer el mundo, leer mucho, y quizá entonces quiera tener hijos.” Recordé aquella discusión en particular mientras Jessi asentía a mi pregunta. Yo comencé las caricias en su abdomen. Había niños frente a nosotros, dándoles la espalda a los hombres que peleaban. Cuando reparé en ellos con más cuidado me di cuenta de su parálisis, mirando hacia nosotros. Estaban muertos de miedo.

—Sí —me respondió.

Entonces vino el ruido del desgarre, el mundo se partía junto a nosotros. Luego vino la sordera. Los dos caímos al suelo mientras los hombres comenzaron a dispararse en el parque. Me sentía ajeno a todo lo que estaba pasando. No sólo no escuchaba mis gritos, ni siquiera podía escuchar mi corazón. Sabía que golpeaba mi pecho desde el interior con la fuerza del temor a morir, pero no podía escucharlo. Jessi, en cambio, no temblaba en absoluto.

Así supe que estaba muerta.

***

La segunda muerte de mi esposa ocurrió diez años después de la primera.

Luego de que muriera en el parque, preparé el funeral, llamé a sus amigos, avisé a sus padres. Todo estaba dispuesto a despedirla. Yo no quería hacerlo. Me era impensable pensar en el futuro sin ella. Entonces volvió.

Lo hizo tan pronto, era un milagro que volviera a mí. No me pregunté qué significaba, porque algo así no se pregunta. Se agradece. Pero los años pasarían.

Desde su regreso, Jessi no sería la misma. El primer mes estaría como ausente. Asumí que era normal. Después de todo, había vuelto de la muerte. Lo primero que me dijo, cuando al fin habló, fue que no dijera nada.

—Escúchame —me dijo. Mi cuerpo tembló al oír su voz otra vez. Era tal como la recordaba. Pero así, con ese tono, la recordé en sus días grises, donde solía llorar inconsolable por sentir tanto la vida-. Sólo pueden saberlo mis padres. Quizá un par de amigos. Nadie más debe saberlo.

Así fue que hablé una vez más con sus padres y amigos, y les pedí que vinieran a la casa sin decirles para qué. Sólo dije:

—Es sobre Jessi.

Al verla, nadie podía creer que hubiera vuelto, pero la mayoría se entusiasmaron tanto que no pararon de besarla, darle abrazos. Jessi no parecía sentirlos. Asumí que su cuerpo aún no recuperaba del todo su sensibilidad, pero no supe si ese era el mismo cuerpo. Si ésa frente a nosotros era la Jessi que recordábamos.

Cada martes sus padres la visitaban, igual que alguno de sus amigos. Jessi, que había pasado sus primeros días en silencio, comenzó a irritarse. Al irse una de sus visitas me dijo:

—¿Por qué no dejan de hablar de estupideces? Nada de lo que dicen tiene valor. Nada de eso importa en la vida. Tampoco en la muerte.

Con el tiempo, Jessi comenzó a decir que todos los esfuerzos para salvar al mundo de su intrascendencia eran inútiles. Todo esfuerzo por embellecer el horror de los hombres carecía de valor.

—¿Qué caso tiene que siga estudiando literatura, ahora? Deja de insistir, Antonio. No pienso perder mi tiempo así. No tiene sentido.

Pero entonces ella no le encontraba sentido a nada. Se cuestionaba todo.

—¿Para qué estamos aquí, Toño? Viví mi vida pensando en que quería hacer ciertas cosas, y al final morí sin haberlas hecho. Aquí estoy, pero no las hice. Que esté viva no cambia nada lo que no hice.

Rompió la lista permanente de propósitos, que había escrito cuando nos casamos. Decía, a manera de mandatos para la memoria:

“No olvidemos: Amarnos cada día, hasta el día de nuestras muertes”.

Pero Jessi ya se había muerto. No paraba de recordármelo.

—Tenemos que pensar en nuevos votos —me dijo, sentada en el suelo, mirando la biblioteca que armó con el dinero de la boda. No se atrevía a tocar los libros, desde que volvió—. ¿Ya no estoy casada contigo?

El asunto de la resurrección la había trastocado para siempre. Temblaba todo el tiempo, como si quisiera compensar aquello que jamás supo del tiroteo, el asunto del funeral y todo lo que hice tras su partida.

—Ya nunca seremos esposos —sentenció—. Ya me casé contigo una vez. Viviré así contigo hasta que muera otra vez. Y no se diga más.

Y no se dijo más del asunto, hasta que apareció otro hombre. Estábamos en el cine. El hombre abrió fuego contra todos, no paraba de temblar. Estaba furioso y no encontraba sentido en el mundo. Podía verlo en sus ojos porque ya había visto esa expresión. Él era como Jessi.

Tomé a Jessi por el hombro. Intenté cubrir su cuerpo con el mío. Jalé con fuerza. No estaba dispuesto a dejarla morir. No otra vez.

—Bájate, por favor —le dije—. Ven.

Me siguió. Se ocultó detrás de un asiento. La gente gritaba. Otra vez había gritos alrededor de nosotros, rompiéndonos para siempre.

—Esto no significa nada —le dije.

Entonces Jessí se puso de pie. Estaba firme. No la había visto así desde que había vuelto.

—Te dije que nunca seríamos esposos.

Me miró y luego cerró los ojos, entregándose a la muerte otra vez.

***

La tercera muerte de mi esposa fue la más inesperada de todas. Había tardado diez años en volver tras la segunda. Todos asumieron que el milagro de su resurrección había sido suficiente, que no se le podía pedir más a la vida. ¿Quién vive dos veces? Pero yo la esperé cada día, porque algo en mi interior resonaba tan profundo como una de esas historias que ella no dudaba en leerme cada tanto. De amor, de muerte, de esos grandes temas con los que se obsesionaba. Creía que los dos eran el motor del mundo. Lo creía antes de volver la primera vez, y yo esperaba que volviera creyendo en ellos. Que se entregara al amor.

Cuando volvió ya no hacía más que leer. Creí que recuperaba el ánimo de antes, cuando yo era más joven y ella estaba viva y soñaba con el futuro incierto.

—¿Preparándote para estudiar literatura? –le preguntaba cada tarde, como un ritual, sonriéndole en agradecimiento por estar viva mientras ponía la cabeza sobre mis manos, apoyadas en el colchón.

—Por favor, no me interrumpas —me dijo alguna tarde.

La mayoría de las veces no me decía nada. Tan sólo movía la ceja, ya sin usar el dedo, y volvía a su lectura como si yo no estuviera ahí. Yo era feliz de verla leyendo otra vez.

Con el tiempo, se fue acostumbrando a la vida de antes. Habían pasado diez años, pero yo me sentía tan joven a su lado. Algunas de sus amistades no paraban de agradecer la repetición del milagro. De algunas ya no supe más. O no quise saberlo. Cuando les llamé para decirles que Jessi había vuelto, respondieron:

—¿Otra vez? —Escuché miedo. Tras hacerme la pregunta, colgaron.

Otros dijeron:

—No sabía que ya no estaba con nosotros.

Algunos, más discretos, simplemente dijeron:

—Nuestra Jessi siempre vuelve.

Pero no iban a la casa a visitarla. Algunos simplemente no creían que fuera un milagro.

—No nos queremos despedir de ti.

—No se preocupen por mí. Nos veremos luego —le dijo Jessi a sus padres.

—Adiós.

Jessi, que siempre respondía “Hasta luego” sin importar cuantas veces le respondieran, comenzó a responder igual:

—Adiós.

Pasaron semanas. Estaba convencido de que Jessi recuperaba el vigor que tenía antes de morir, el que siempre había tenido, su vigor. Me hablaba del libro que estaba leyendo.

—La historia se repite sin final. Desde los egipcios hasta nuestros días. El amor. La muerte.

—¿Qué libro es ése? ¿Es una novela?

—No —me respondió abstraída—. Es un estudio de antropología. Hablan de la persistencia del amor.

Tenía el libro en sus manos, lo hojeaba y luego me miraba.

—No dejo de pensar que hay algo que se le escapa a la antropóloga que lo escribió. Se fijó en el porqué de las historias, se fijó en aquello que tienen en común. El amor y la muerte, sí. Pero nunca intentó contársela a un niño. Las historias como ésa, la del amor, deben ser oídas por cualquiera porque cualquiera debería ser capaz de encontrar belleza en ellas. Como decía Borges. Él decía que las historias pertenecen a la lengua, que están hechas para ser contadas con la voz. No imagino una historia de amor que no pueda leerse en voz alta.

—Ya veo, ya veo —le dije.

—No. Es algo más grande que eso. Los cimientos de estas historias dependen de que siempre haya a quien contárselas. Romeo y Julieta son jóvenes no sólo porque es creíble que la juventud esté dispuesta a morirse por amor, sino para que sean los jóvenes quienes jamás olviden lo que se siente. Estar dispuesto a morir con tal de amar, aunque eso resulte trágico, aunque en la vida nadie quiera hacerlo realmente. En realidad, al hablar de la muerte, uno infunde vida. Una y otra vez, hasta que los personajes usados en la historia se agoten y deban contarse nuevas historias. El amor persistirá.

La fascinación de sus labios al pronunciar lo que decía no se equiparaba a la de los míos, recordando de pronto cómo era besarla.

—Eres la de siempre —le dije, hipnotizado por la belleza que irradiaba.

Jessi se quedó ahí, muda. Yo hice lo mismo. Esperamos largo rato. Ni siquiera intenté tocarla, porque no podía romper el silencio de la cama con la presión de mis manos.

Jessi salió de la habitación.

Los días siguientes pasó todo el tiempo observándome.

—¿Estás cansado? —me preguntaba.

Leyó todos los libros en su biblioteca. Algunos los dejó fuera, como si no merecieran estar ahí. Los pocos que quedaron, todos ellos, decía Jessi, tenían finales felices.

—Ahí los dos mueren, pero su amor persiste.

—¿Cómo puede persistir su amor si ellos mueren?

No me respondía. Tan sólo señalaba el libro de la antropóloga y comenzaba a decir:

—Puedes verlo como un asunto de biología, la conservación de la especie, o puedes verlo como un arquitecto de historias: se necesitan nuevos oyentes que lo obliguen a uno a renovar los avatares del amor y la muerte.

—Ya veo, ya veo.

—¿Aún sueñas con ser padre?

Como no esperaba la pregunta, no supe qué responder. Ella tomó mi silencio como una respuesta y se marchó de la casa.

Pasaron veinte años.

Cuando regresó, me dijo que había muerto una vez más, apenas se fue. Su rostro era como antes de morirse. No le quise preguntar cómo había ocurrido. Nos quedamos acurrucados en la cama, a oscuras, y estuvimos ahí hasta que el cuerpo amenazó con petrificarse.

—Lamento haber llegado tarde. En realidad, Hace días que volví —me dijo.

—No digas nada. —Hablaba del tiempo como si no tuviera valor. Ya ni siquiera el tiempo le importaba—. Todo está bien.

—No. Claro que no. —Se tapó la cara con mi pecho—. No dejes que me duerma.

Pensé que dormir le recordaba a estar muerta. Me estremecí.

—Ya no puedo soñar —dijo, de pronto, y se puso a llorar quedo.

Supe entonces que aquella era mi última oportunidad para no dejarla ir, otra vez, para siempre.

***

Desde entonces, Jessi mira los aparadores de maternidad, imita maniquíes y me habla de la urgencia de ser madre.

—Mis óvulos no son eternos. Pueden estar muriendo ahora mismo.

Me estremezco en medio de la calle. Nadie puede saber por qué tiemblo, pero quienes me miran se detienen como aquellos niños en el parque. Saben que algo malo ocurre, y quieren saber si ellos están a salvo.

—¿Qué te pasa?

—Lo siento.

—¿Por qué te disculpas?

Alza ambas cejas en un intento por parecer más viva, pero ya se ha muerto tres veces y no sé qué nos depara el futuro.

Le he seguido la corriente. Tenemos sexo todos los días. Nunca hubo tanto sexo en nuestro matrimonio como ahora.

—Es porque me gusta lo prohibido —dice, riéndose—. ¿No entiendes que esa es la otra constante en las historias? El miedo a ser atrapados, a la separación que traería la otra gente, el tiempo, la muerte. Lo prohibido es tan necesario como los niños.

Ella tiene razón. La aprieto. La muerte nos prohíbe tocarnos por décadas. El tiempo ya no le importa. Está tan absorta en ser madre que ignora que el tiempo ha pasado en su ausencia. Hay algo en su tacto, imposible de describir. Es nostalgia y presente, juntos y encarnados en la misma persona, muerta y viva. Veo la muerte en su rostro que ya no teme morir.

—La muerte no va a separarnos —le digo, pero algo me obliga a retractarme, al menos un poco—, por ahora.

***

Jessi está saliendo del consultorio. Sostiene un papel con una mano y con la otra frota su abdomen con nostalgia.

—¿Qué te dijo?

Otros hombres le preguntan lo mismo a sus esposas. Desde consultorios distintos, éstas se aproximan con el mismo gesto que hace Jessi con sus manos. Sin embargo, en ellas hay ternura.

—Dijo que no.

***

Con el paso de los días, las semanas, los años, se me acaban las excusas para tener sexo con ella. Estoy tan cansado.

—Puedo ser madre sin ti —me dice—, pero preferiría que tú fueras el padre.

Ella sabe que no es cierto. Se sigue contando la misma historia, la gasta sin importarle que algún día se agote. Los dos estamos agotados, tan agotados. No sé cuánto más podemos revivir al amor.

—Algún día —me dice—, voy a irme de aquí y no voy a volver. No logras comprender por lo que paso. Eres tan obtuso, tan viejo. Mírate.

Sus libros siguen en su sitio en el suelo, y otros en los estantes, los dejé así para ella. La ropa de maternidad cubre las sillas de la casa. Estoy seguro de que esas cosas seguirán ahí mañana. Sólo eso sé. Es verdad lo que ella dice. No la comprendo.

—Yo también me iré algún día y no volveré —le respondo. Ella tampoco comprende.

Sus padres fallecieron hace tanto. Ya nadie la visita. Veo la soledad en sus ojos, materializada en la eternidad de su retorno.

—¿Ya no me amas?

Jessi espera que yo le diga que sí, que le hable del amor y de la muerte. Pero yo estoy tan cansado de ambas cosas y ya no tengo fuerzas para responder.

***

Jessi se ha ido, y no la veré volver.

Fotografía: Robert Chang Chien

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