Cuento publicado en Revista Cultural Contrasentido (Noviembre, 2016).
Vi a mi esposa muerta situada en el centro comercial. Estaba frente a una tienda de ropa que ella visitaba por horas, arrastrándome a su lado. Nunca me gustó ese lugar porque la convertía en un ser absorto. Enmudecía al trenzar su mirada en las telas de vestidos que habiendo sido más joven le hubiese gustado usar sobre su piel satinada.
La tarde cuando la vi luego de su muerte -mucho tiempo después-, llevaba un vestido rosa. Su cuerpo entero parecía reflectarse gracias al cristal que atesoraba años de luces artificiales.
– ¡Lucía! – le grité -. ¡Eres tú!
Lucía no respondió. Sus brazos, caídos y faltos de vigor, iban a juego con el resto de su cuerpo que se sostenía por inercia en su lugar.
– ¡Amor!
Pensé que mi nostalgia se había enredado con la realidad hasta traérmela de vuelta.
– ¿Lucía?
A unos pasos del encuentro comencé a titubear. ¿Sería ella realmente, mi esposa muerta? Nadie reparaba en el trance mortuorio de Lucía.
Llegué hasta ella e intenté abrazarla, daba igual si estaba absorta, pero ella me retiró de inmediato. Sus ojos, cargados de un vacío que aún hoy me causa pesadillas, me sentenciaron a la mayor de las frialdades.
Aparté mis brazos y esperé a su lado a que al fin se liberara del trance. Pero las horas pasaron -y los años también- y ella no se mudó ni un ápice. Mis esfuerzos fueron y siguen siendo inútiles. Lucía sigue ahí, inmóvil.
Pintura: Mia Bergeron