Los intelectuales

Publicado en Abril de Romero (Agosto, 2016). 

En la universidad escuché tantas veces la queja, ya trillada, de que no tenemos memoria. De que “el sistema” nos oprime hasta ponernos bajo sus pies y nosotros caemos en desgracia. De cuán victimas somos, de cuán unidos debemos estar. Lo escuché por los pasillos, mientras grupos enteros salían de los salones evadiendo las clases, para ir al bar que está cruzando la calle y discutir cuán podrido estaba todo mientras bebían cerveza y mate.

Quienes decían esas cosas eran siempre los mismos. Casi desde el inicio, quizá por ser una escuela de humanidades, pude ver su vocación de servicio hacia el prójimo: esa entrega a causas más allá de ellos pero que se apropiaban como suyas. Eso siempre me pareció curioso, siendo que en el propio grupo no dudaban en perjudicar al resto, sin importarles nada. Había tal dualidad de amor al desvalido y odio al estudiante promedio que, pensé muchas veces, no tardarían en volverse “esquizofrénicos”. O quizá ya lo eran.

De entre todos, conocí a unos tipos curiosos. Eran de esos que se indignan ante el dolor humano, con el celular en la mano y leyendo en voz alta la nota del periódico alternativo en turno y diciendo que no la imprimieron para salvaguardar la ecología. De los que, apenas gritaban a todo pulmón que el mundo se muere, encendían su cigarrillo sin importarles nada ni nadie. Entraban al salón y buscaban con la mirada a quién criticar: por lo que ellos decían “su estupidez”, o su “conformismo”, o por “ser agachones”, o por alguna de esas etiquetas raras y al uso que se le ocurren a un estudiante de humanidades molesto con el mundo (o, al menos, con cierta parte).

Yo no tenía mucho problema con ello, aunque no dejaba de parecerme contradictorio. ¿Cómo era posible que alguien que se preocupara tanto por el mundo lo odiara tanto? Quizá había una parte en el rompecabezas que yo nunca pude ver, quizá por ser “estúpido”, como ellos decían. Pero, para ser justos, no fue de lo único que me acusaron: de idiota, de imbécil, de “promedio”, sólo para luego saltar a la yugular de los docentes cuando decían, con un tono más bajo, “las clases bajas”. ¿A caso habrán notado el paralelismo de su conducta? ¿O será que su inteligencia fue siempre selectiva? Quién sabe. Yo no tengo todas las respuestas. No soy ellos.

Un día, recuerdo bien, uno de ellos llegó tomándome por el pecho con una de sus manos y se rio de mí por ser “una bola de grasa”, sólo por no ser tan esquelético como “ella” (por alguna razón, hablaba de sí mismo en masculino o en femenino, según la temporada). Dijo, textualmente, que yo era demasiado estúpido por comer chatarra y que me merecía lo que me pasara. Con el tiempo yo me admiré doblemente: por mi paciencia al no haber respondido y por la ironía de sus palabras, siendo que luego se volvió un defensor de la libertad en todos sus rubros, de “ser como uno quisiera”. De nuevo admito que quizá la ironía no es lo suyo, quizá no están hechos para percibirla o yo soy demasiado sensible a sus “encantos”.

Como sea, yo siempre me pregunté si alguna vez se dieron cuenta de que, pese a lo que su gran juicio y enorme inteligencia dictaban, quizá no entendían que el poder que tanto criticaban funciona precisamente de esa forma: atormentando a los otros por “razones justificadas“. Es claro que se negarán tajantes (lo presencié tantas veces que casi memoricé el proceso: atacar a la ignorancia de la persona, citar autores a diestra y siniestra y, si la cosa se pone fea, apelar a que el juicio del oponente está comprometido por su clase social o hasta por su ortografía), tan claro como el hecho de que responderán con la violencia típica de algunos “intelectuales” (porque lo de hoy no son los golpes, eso es barbárico; mejor llamarle ignorante, acusarle de vendido y cualquier otro adjetivo disponible en la lista de “el pensador ilustre”). Reconozco que no todos eran así, pero así como es difícil ver el sol directamente sin quemarse los ojos, lo mismo pasaba con ellos: en grupo su luz terminaba por cegarnos a todos.

Aquello era tan claro como es para mí que ese teatro que inventaron, en el que les importaban otros, no es era más que eso: una puesta en escena, máscaras y otros artificios. Para que, de algún modo, su historia no fuera la de quienes abusaban sino la de aquellos que a los oprimidos defendían.

Porque sin importar cuán subversivos decían ser, me daba la impresión de que ansiaban ser los buenos. “Invertir los valores”, de tal forma que lo suyo fuese admirable y no lo opuesto. Y es ahí donde yo les di siempre la razón, para su sorpresa y su gusto: pero es que, ¿cómo negar que casi siempre son los que se dicen buenos los peores de entre todos?

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6 comentarios sobre “Los intelectuales

    1. En este caso la foto fue sólo por ponerla (fue la que usaron en la página donde publicaron originalmente el texto).
      Ciertamente no son ni por asomo como los tipos que describo. Insoportables y lastimeros.
      Un saludo.

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  1. Toma a un niño, dile que es especial e importante todos los días, dale todo fácil y hazle creer que se lo merece.
    Ahora lánzalo al mundo exterior, que vea que no es especial ni relevante, deja que vea que la vida es difícil, que otros tienen cien veces más talento que él.
    Tu niño estará confundido, tratará der relevante, buscará causas y medios para ser superior, pero no lo es, solo es un niño confundido y frustrado con aires de superioridad.

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