«Patriotismo», Yukio Mishima

«Ambos pensaron que, aun cuando vivieran hasta una edad avanzada, no volverían a disfrutar de un goce tan intenso».

Día #10

Yukio Mishima, «Patriotismo» (1965).

Admito que, en el caso de Yukio, me dejé llevar por el prejuicio. Lo primero que supe de él fue que llevó a cabo el seppuku: un ritual a través del cual se clava un arma en las entrañas. Un ritual suicida que devuelve el honor a quien lo ejecuta. Es tan doloroso que requiere (la mayoría de las veces) un «ejecutor», un ayudante que se encargue de decapitar al que ha llevado a cabo el ritual.

Así, pues, lo primero que supe de Yukio fue había llevado a cabo dicho ritual. De ello me enteré el día de ayer. El día de hoy, por otro lado, se añadió un detalle horrible: quien debía decapitarlo falló en varias ocasiones, hasta que otro completó la tarea.

Nada más leída la noticia, siento escalofríos y desesperación nada más de pensar en lo terriblemente dolorosa que fue su muerte.

Con esa sensación me acerqué a su «Patriotismo«, un cuento que increíblemente, pese a retratar un suicidio tal como el suyo, habla de amor.

El primer párrafo del cuento no da rodeos. Así concluyen sus últimas líneas:

«Tomó su espada de oficial y ceremoniosamente se vació las entrañas en la habitación de ocho tatami de su residencia privada en la sexta manzana de Aoba-cho, en el distrito Yotsuya. Su esposa, Reiko, lo siguió clavándose un puñal hasta morir».

Va, como dicen, directo al grano. La historia comienza con el recuento de hecho: una pareja (Reiko, ella, y Shinji, él) ha muerto por suicidio. La gente contempla la imagen de ellos en su ceremonia luctuosa y es entonces que la historia retrocede para contarnos cómo llegaron a la decisión del suicidio.

El inicio del cuento es violento. Y no es que el resto del cuento no lo sea. Lo desconcertante es que los contrapuestos son explorados con tal nivel de naturalidad que la muerte se antoja tan bella como a los propios personajes.

«Sus corazones estaban tan inundados de felicidad, que no podían dejar de sonreír. Reiko se sentía nuevamente en la noche de bodas. Ante sus ojos no existían ni el dolor ni la muerte. Sólo creía ver un ilimitado espacio abierto hacia vastos horizontes».

¿Por qué se suicida el hombre? Porque será obligado a matar a sus amigos, y no desea hacerlo. Sería una deshonra matarlos. Prefiere, entonces, suicidarse. La mujer decide acompañarlo voluntariamente:

«Cuando Reiko dijo: «Permíteme acompañarte», el teniente apreció en estas palabras el fruto final de las enseñanzas impartidas a su mujer desde la noche del casamiento. La había educado en forma tal que, llegado el momento, respondía en los exactos términos que correspondían. Era éste un halago a la confianza en sí mismo que alimentaba Shinji… No era ni tan romántico ni tan presuntuoso como para creer que esas palabras eran dichas espontáneamente, sólo por amor.»

El amor que se profesan los personajes es tal que no cuestionan: tan sólo se siguen mutuamente, se complacen. El amor y el deber se encuentran entremezclados en la historia todo el tiempo. La mujer lleva a cabo el suicidio no sólo porque ame a su esposo, sino porque está en armonía con él. Es su deber como parte de un solo ser.

«El teniente podía entonces considerar su patriotismo y las urgencias de su carne como un todo».

Durante todo el cuento, llama la atención el nivel de detalle en, justamente, «los pequeños detalles». Saber que morirán sirve a ambos protagonistas como una oportunidad para revalorar la vida, a su amor, lo que están a punto de perder. Aquel sentimiento es plasmado por Yukio de forma magistral:

«No pronunciaron palabra alguna, pero sus cuerpos y sus corazones se inflamaron al saber que aquel sería el último encuentro. Era como si las palabras «ÚLTIMA VEZ» hubieran sido estampadas con pinceladas invisibles sobre cada centímetro de sus cuerpos».

Ejemplos hay de sobra, todos magistrales. En el caso de él:

«Los pasos de Reiko resonaron en la escalera. Crujían los empinados escalones de la antigua morada y estos sonidos inundaron al teniente de gratos recuerdos. En cuantas ocasiones los había escuchado desde la cama. Al reflexionar en que ya no volvería a percibirlos, se concentró en ellos tratando de que cada rincón de aquel tiempo precioso se colmara con el ruido de las suaves pisadas de la vieja escalera. Tales instantes parecieron transformarse en joyas rutilantes de luz interior».

En el caso de ella:

«Se dedicó, entonces, a ordenar sus pertenencias personales. Eligió su mejor conjunto de kimonos como recuerdo para sus amigas de colegio y escribió un nombre y una dirección sobre el rígido papel en el que los había doblado uno por uno.

Como su marido le recordaba constantemente que no hay que pensar en el mañana, Reiko ni siquiera había escrito un diario, y se encontraba, ahora, en la imposibilidad de releer los pasajes en los que hubiera dado testimonio de su felicidad. Sobre la radio se destacaban un perrito de porcelana, un conejo, una ardilla, un oso y un zorro. Tampoco faltaban allí un jarrón y un recipiente para el agua. Estos objetos constituían la única colección de Reiko. Sin embargo, de nada serviría regalarlos como recuerdos. Tampoco sería apropiado pedir específicamente que fueran incluidos en su ataúd. Mientras estos objetos desfilaban por su mente, Reiko tuvo la sensación de que los animalitos parecían cada vez más tristes y desamparados».

Es precisamente ahí donde, creo, se encuentran las dos grandes virtudes que encontré en Yukio en este cuento. Más allá de su uso profético y atmosférico del lenguaje (esos animalitos «tristes» y «desamparados»).

La primera de ellas, central durante todo el cuento, es la mezcla perfecta que hace de elementos de apariencia contradictoria. Adjudico su maestría, quizá con error, a que tal perspectiva no es un desarrollo técnico sino la ejecución literaria de su propia ideología de vida: que el amor y el patriotismo (Yukio se suicidó luego de un intento fallido de golpe de estado), la vida y la muerte. Porque cada instante plasmado en el cuento, sin excepción alguna, tiene ambos componentes: un enaltecer la vida a partir de la muerte, una aceptación de la muerte como prolongación de la vida; un patriotismo amoroso y un amor patriótico (el protagonista prefiere morir, como ya dije antes, a matar a sus amigos; y antes que fallarle a su nación, prefiere suicidarse con honor. Esto último es llevado al extremo, pues no permite la ayuda de su mujer como ejecutora, pues desea que esta no sea juzgada, ya muerta, como participe de su deceso. Amor y patriotismo indisociados.)

Un ejemplo de ello se da cuando, al tener relaciones previo al suicidio, él ve en ella a la muerte.

«-Es la ultima vez que voy a verte -murmuró el teniente-. Déjame mirar… -y tomando la lámpara en su mano, dirigió un haz de luz sobre el cuerpo extendido de Reiko.

Ella había cerrado los ojos. La luz de la lámpara destacaba la majestuosidad de su carne blanca. El teniente con un dejo de egocentrismo, se alegró pensando en que jamás vería esa belleza derrumbándose frente a la muerte.

El teniente contempló sin apuro aquel inolvidable espectáculo. Acariciaba la sedosa cabellera, palmeaba suavemente el bello rostro y besaba todos los puntos donde se detenía su mirada. La frente alta tenía una serena frescura, los ojos cerrados se orlaban de largas pestañas bajo las cejas finamente dibujadas y el brillo de los dientes se entreveía por los labios llenos y regulares… Todo ello configuraba en la mente del teniente la visión de una máscara mortuoria verdaderamente radiante y una y otra vez apretó sus labios contra la blanca garganta donde la mano de Reiko no tardaría en descargar su certero golpe. El cuello enrojeció bajo los besos y volviendo suavemente a los labios de su amada, apoyó su boca sobre ellos con el fluctuante movimiento de un pequeño bote. Cerrando los ojos, el mundo se convertirá, así, en una mecedora».

O en el caso de ella:

«Un olor dulce y melancólico se desprendía de las axilas profundamente sombreadas por la carne abundante del pecho y de los hombros. En cierto modo, la esencia de la muerte joven estaba contenida en aquella dulzura».

La segunda cualidad, tan bien llevada como la anterior, es que el lenguaje y la atmósfera responden, más que a un narrador involucrado (pues es todo lo contrario: se siente aletargada, pasmosa, como si se demorara en suceder. Como una lluvia calma), a reflejar las emociones de los personajes, emociones que ellos mismos no reconocen. Así pues, uno como lector presencia las dudas de los personajes, el dolor y la tristeza, sin que ellos acaben de advertir que no está allá afuera, sino en su interior.

«Advirtió que, pese a hallarse ocupada, Reiko había encontrado el tiempo necesario para retocar su cara. Su rostro estaba fresco y sus labios húmedos. Era imposible encontrar en ella el menor rastro de tristeza, y al observar aquella demostración de la personalidad apasionada de su mujer, el teniente pensó que había elegido la esposa que le correspondía».

En la cita anterior, por ejemplo, pareciera que es él quien busca su propia tristeza en el rostro de su mujer. Y la mujer hace lo mismo. Ambos están constantemente mirándose, notando cada detalle, aferrándose uno al otro. Hablan de la muerte, del honor de morir juntos, de la gran felicidad, pero lo cierto es que en cada momento el cuento destila nostalgia, ese querer mantenerse firmes incluso cuando saben que será el final. Una emoción paradójica: la felicidad de morir por el motivo correcto y la tristeza no reconocida por la muerte por venir.

«El teniente contempló las facciones de su esposa. Era el último rostro que vería en este mundo. Lo estudió minuciosamente con los ojos de un viajero despidiéndose de espléndidos paisajes».

Ambos protagonistas se preparan (se rasuran, se maquillan) no para ellos, no entre sí, sino para que cuando los encuentren muertos estos se vean presentables. Serán sus rostros de difuntos:

«Sería su rostro de difunto. En realidad ya había dejado a medias de pertenecerle para convertirse en el busto de un soldado muerto. A título de experimento, cerró fuertemente los ojos y todo quedó envuelto en la oscuridad. Ya no era una criatura viviente».

Sin duda, las virtudes del cuento lo hacen un dolor exquisito. Un lenguaje cuidado, acompasado con la emoción de los personajes que no se dan cuenta de lo que sienten, que lo buscan en el otro (en esa mirada siempre presente), en ese otro que lo oculta precisamente para ser firme con su pareja y para no derramar el maquillaje que se ha puesto para los demás. Porque desean ser vistos con honor, incluso cuando en el fondo, muy en el fondo, no desean morir. Una realidad compleja, contradictoria y paradójica en que el amor, el amor de dos, el amor íntimo, no es sino algo pequeño, pero precioso. Es ahí donde reside una tercera e inesperada cualidad: en darle a cada cual su espacio, en prepararlos de a poco, con amor y con honor, para lo inevitable de su destino. Sólo les queda eso, y les basta de algún modo: elegir con quien morir por honor.

«Al mirar el estómago firme y joven, púdicamente cubierto por un vello vigoroso, Reiko pensó que pronto iba a ser cruelmente lacerado por la espada y, reclinando la cabeza, rompió en sollozos y lo cubrió con sus besos.

Al sentir las lágrimas de su mujer, el teniente se sintió capaz de afrontar valerosamente las más crueles agonías del suicidio. […] Contemplo las facciones de su esposa. Era el último rostro que vería en este mundo. Lo estudió minuciosamente con los ojos de un viajero despidiéndose de espléndidos paisajes».

***

Yukio Mishima (三島由紀夫 Mishima Yukio?), cuyo verdadero nombre era Kimitake Hiraoka (平岡公威?) (Tokio, 14 de enero de1925ibídem, 25 de noviembre de 1970), fue un novelista, ensayista y dramaturgo japonés, considerado uno de los más grandes escritores de la historia del Japón.

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