Cuento publicado en La cigarra, n°11 (Octubre, 2015.)
Comenzó con los muros. Primero los lavó con un trapo y al ver que la suciedad no alcanzaba a quitarse del todo, decidió pintarlos. Había en ellos un tono naranja apagado. El polvo se había acumulado detrás de los cuadros que una vez colgados se olvidó de mover. Recordó cuando el color hubo de ser intenso, entrando a su casa y sintiendo un calor que le envolvía sin importar la habitación.
Pintó recién se mudó, años atrás. Llenó de periódico el suelo, le pidió una escalera a un amigo suyo y se arremangó la playera. Puso la pintura con calma, asegurándose de que cada recoveco estuviera cubierto. El sudor le escurría y su propio olor lo desconcertaba por su fuerza, así que fue a bañarse en varias ocasiones hasta que terminó pintando su cuarto, el último andando por el pasillo.
Le tomó una fotografía para recordar su nuevo hogar justo como era antes de traer los muebles y habitar ahí por completo. Lo primero que llevó fueron los dos sillones color caqui y la televisión. La colocó en el piso y se recargó en la parte baja de uno de sus sillones, y comió palomitas hasta que se hizo noche. Dejó las cajas a un lado, sin abrir, esperando decorar con calma el día siguiente. Se quedó sobre un cojín, con los pies sobre el respaldo y la mano contra el suelo.
Cuando terminó la decoración invitó a sus amigos, para que vieran dónde vivía. Apenas y cupieron, y le pareció entonces que el espacio era apenas el justo para los invitados. Uno de ellos, sin querer, manchó la pared al recargarse, y a él le dio mucha risa pensar que era como si la casa al fin se estrenase.
Pero de eso hacía años, y él sintió la imperiosa necesidad de repetir el proceso. Aquella era su casa y quería seguir andando por sus pasillos bien pintados, aunque en ocasiones le parecieran enormes. Pasaba las manos por sobre la pintura agotada y se detenía al entrar a otro cuarto: en la sala se quedaba sentado, bebiendo agua mientras recorría con los ojos las esquinas de la casa, cubiertas por pequeñas telarañas; en la cocina se recargaba en el refrigerador, sintiendo por momentos que desde ahí la casa no tenía ese aire sofocante que parecía ser el remanente del calor agonizante en las paredes.
No fue sino hasta llegar a la sala que se decidió a pintar una vez más. Se sentó en uno de los sillones, el que daba hacia la televisión, y le pareció que todos los asientos estaban un poco sumidos. El del centro, sobre todo, incomodo, mucho más hundido que el resto. Se puso en pie y empujó con el pie el sillón hasta la puerta, y pudo ver la marca que había dejado el contorno sobre el muro. Se propuso a quitar la linea negruzca, pero al pasar el trapo por encima y tallar, descubrió que la pintura perdió su brillo y palideció. Parecía una mancha traslucida en comparación al resto que también había perdido su color. Limpió cada rincón, quitando las cosas de la pared. No las envolvió en plástico ni las alejó lo suficiente, así que algunas se alcanzaron a manchar de pedazos de pintura que caían luego de que él oprimía hasta rechinar los dientes .
Al final fue hasta la tienda de pinturas y pidió un color morado intenso. Entró y dejó los baldes en el suelo de la entrada y volvió por la playera que había usado al pintar la primera vez. Ya no le quedaba igual. Él se preguntó si había encogido por tenerla guardada o si él había crecido. Se dispuso entonces a pintar subiéndose al sillón para las partes altas, salpicando por aquí y por allá.
Los asientos se llenaron con pintura, igual que algunos platos en la cocina, un par de sillas junto a la mesa en la sala y un cuadro que le habían regalado. Él se limpió la frente, llenándose a sí mismo con pintura morada y cubriendo los pedazos que se habían colado de naranja sobre su piel.
Fue hasta el baño, desnudándose mientras caminaba, y al llegar al espejo vio que una linea morada le atravesaba del mentón hasta la entrada del cabello, como si la brocha hubiese zanjado su rostro. Tomó la playera del suelo y con ella se talló la cara una y otra vez, intentando quitarse cualquier resto, luego la tiró a la basura.
A punto de meterse a la regadera se dispuso a esperar un rato, sentado, a que el calor lo abandonara. Pero este no desaparecía del todo. Le faltaba el aire, y no supo si se debía al cansancio o si la sequedad de los muros se le pegó a la piel mientras pintaba. Se bañó con agua fría. Dejó que las gotas heladas le cayeran, recorriendo su cuerpo entero, y cuando al fin sintió que se había quitado por entero la pintura, pudo salir, dejando una linea que llegaba hasta el sumidero que se la llevó con el agua.
Definitivamente es curioso que sea justo este cuento el que te publicaron y por el que algunos te recuerdan, considerando que tienes otros muchísimo mejores. No cabe duda de que el público y la crítica son indescifrables.
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Definitivamente.
Digo, en mi corriente «cifrada-simbólica» es de los mejores que tengo, pero sin duda tengo mucho mejores de otro tipo. Pero le tengo cariño, al condenado, por ser el primero con el que me publicaron :’)
Pero no: nunca entenderé a la crítica.
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Sí, de tu corriente totalmente cifrada es de los mejores. Yo no entendí muy bien de que se trató 😀 y eso suele ser buena señal en tus cifrados.
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Abandono. De eso trata. Y también, un poco, de seguir adelante…
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Ya veo. Yo lo leí como una especie de «todo se va»…
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Exacto. De ahí el abandono.
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