…Seguí caminando con los ojos cerrados. Y no se lo vaya usted a decir a mi madre, pero con los ojos cerrados uno ve muchas cosas, y hasta mejor que si los lleváramos abiertos…
Día #4
Con los ojos cerrados, Reinaldo Arenas
Llama mi atención que, junto a la recomendación del autor (te lo agradezco, María), se me dijera «no creo que haya que decir más de él«. Y fue toda una sorpresa porque… ¡jamás había oído hablar de él! Nunca, en toda mi vida, ni una sola mención. La recomendación fue «Los zapatos vacíos«, cuento curioso con un ritmo envidiable y un mimo por el lenguaje que denota oficio y sobre todo cariño por la palabra.
Sin embargo el cuento es en sí muy breve y la emoción que explora (la añoranza, una nostalgia casi mágica que, según parece, es una constante en sus cuentos) se antoja insuficiente para saciar mi sed de «autor del día», por lo que tomé otro cuento suyo, que da nombre a uno de sus libros: Con los ojos cerrados.
La historia es, de hecho, simple: un niño va de camino al colegio. Es curioso porque, recuerdo haber leído el día de hoy, en una disertación sobre lo que es el cuento (de Cortazár, Quiroga, O’Connor, Carver y Borges; no logro recordar a cuál pertenece la observación, pero todas valen la pena) que la historia de un niño que va al colegio es todo menos literaria, no hay drama y es sólo cuando algo terrible ocurre, cuando el niño muere, o es secuestrado o presencia algo extraordinario, que la historia podría ser un cuento. Y digo curioso porque, en sí, lo mágico del cuento está en borrar todo ése drama a través de un elemento que irrumpe en la realidad. Irónico, inclusive.
Lo mágico de «Con los ojos cerrados» es que, siendo una historia cuyo narrador es un niño, cuenta las cosas, cosas terribles que ocurren en el trayecto, o cuando menos crudas, desde un extrañamiento de lo real que emblandece lo narrado.
Y cuando fui a cruzar la calle me tropecé con un gato que estaba acostado en el contén de la acera. Vaya lugar que escogiste para dormir -le dije-, y lo toqué con la punta del pie. Pero no se movió. Entonces me agaché junto a él y pude comprobar que estaba muerto. El pobre, pensé, seguramente lo arrolló alguna máquina, y alguien lo tiró en ese rincón para que no lo siguieran aplastando. Qué lástima, porque era un gato grande y de color amarillo que seguramente no tenía ningún deseo de morirse. Pero bueno: ya no tiene remedio. Y seguí andando.
Lo anterior no es sino el ejemplo más endulzado de la indiferencia, a saber si infantil al no comprender la gravedad de la muerte o por lo natural de ésta en su medio (algo que, ciertamente, parece ser la intención del autor: evidenciarla con otros ojos, ojos de niño; otro ejemplo terrible, más adelante en la narración, lo protagonizan otros jóvenes y una rata).
El autor recurre, en ambos cuentos, a la ensoñación, a ese «cerrar los ojos» en el que el mundo ya no es como se supone que es sino como debería ser, o como quisiera que fuera. Ya sea a través de recuerdos que alteran el sentido del tiempo, como en «Los zapatos vacíos» o como en éste cuento, en donde el protagonista cuenta cómo al cerrar los ojos el mundo cambia. Apela al realismo al describir sensaciones corporales «fantásticas» como alucinatorias, y dando al lector una excusa en ése sentido (un guiño, quizá, a la lógica adulta).
Mi lectura de éste autor ha sido una revisión a una niñez que no se cansa de gritarle al mundo, luego de cerrar los ojos y ver todo de un modo distinto: ¿quién dijo que así es como debe ser todo esto?
¡Caramba!, como diría Arenas en ambos cuentos.
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Reinaldo Arenas nació en Holguín, Oriente, Cuba en 1943. Pasó su primera infancia en el campo, hecho que lo marcó como escritor, según sus propias palabras: «El hecho de haber sido un niño aislado y haber crecido en una granja, lejos de la gente y de la civilización y en condiciones de pobreza, constituyó un factor motivador importante en mi formación de escritor. En mis libros trato de comunícar mi felicidad y mi infelicidad, mi soledad y mi esperanza.» ….
Una breve aproximación al autor y el cuento, AQUÍ.