Vivir en «Desgracia»: el ensayo novelado de Coetzee

Llama la atención que en “Desgracia”, de Coetzee, la palabra que le confiere el título apenas se mencione un puñado de veces. Habla no sólo de la maestría en tocar un tema eludiendo el nombrarle, como una experiencia viva, sino de las intenciones del autor. De la importancia capital que tendrá una vez mencionada. Diez, para ser exacto, son las veces. Es particularmente interesante, además, que tres de ellas estén presentes, como encadenadas, a un solo párrafo, en el último donde se le hace mención. El detalle puede, de hecho, resultar relativamente desapercibido excepto que “desgracia” es una palabra que difícilmente puede ser ignorada, incluso cuando activamente uno se propone a ello.

   Según la RAE,  desgracia es: situación de quien sufre un suceso doloroso; suceso que produce dolor o pena; situación de infelicidad; mala suerte; situación de quien ha perdido la gracia o amistad; desagrado, desabrimiento y aspereza; y falta de gracia o de maña. Coetzee va más allá y construye un entramado en el que todas las significaciones (y más) se encuentran entrelazadas. Tengo la sospecha de que, en el fondo, la intención de Coetzee no fue retratar la desgracia sino reconstruirla en quien leía, de que la palabra no creara la emoción, ni la describiera, sugiriendo apenas la intención y el rumbo en el nombre de la novela como punto de partida (siendo además un ejemplo perfecto de lo útil del título y su significativad.)

      La historia está compuesta esencialmente de los tres actos siguientes: el protagonista seduce a una joven estudiante, alumna suya, y termina renunciando a ése mundo intelectual y de deseo al enfrentarse a las consecuencias de sus acciones; luego, el protagonista huye lejos de todos sus problemas y de su antigua vida, refugiándose en casa de la hija, una hija que parece recordar, a ratos, a esa joven que seducía; el tercer acto supone un regreso a su antiguo hogar, sólo para descubrir que todo, inclusive él, ha cedido ante el peso de la desgracia.

      Las primeras dos menciones al concepto las hace la ex esposa del protagonista, cuando al reunirse a hablar del escándalo de su amorío con la estudiante éste le dice:

      “ – Ella no es la responsable de eso. No le eches la culpa.

       -¡Que no le eche la culpa! Pero… pero… ¿tú de qué lado estás? ¡Pues claro que le echo la culpa! Te culpo a ti y la culpo a ella. Todo esto es una desgracia de principio a fin. Una desgracia y una vulgaridad. Y no te creas que lamento lo que te he dicho.”

      La desgracia aparece ante el protagonista como algo externo: es otro, en este caso la ex esposa, quien la presenta en su vida. Antes de ello la experiencia no había supuesto una significación de desgracia. En este punto, la introducción a la palabra se acompaña del desarrollo del contenido de la novela: el protagonista no percibe como problema lo que le ha ocurrido, no como suyo al menos. La negación le sirve para encarar la desgracia: le huye simbólicamente, no la conoce aún.

      La tercera mención, ya en el segundo acto, se da cuando el protagonista acude ante una amiga de su hija. Discuten sobre el consumo de carne y el cuidado de animales, pues la mujer en cuestión se encarga de arreglar los decesos de los perros en agonía. Él no es empático con los animales, en aquél momento. Y ahí, entre el olor a muerte de los canes y la lejanía de su antigua vida (llena de problemas intelectuales), el protagonista le dice a la mujer:

      “-¿Sabe usted por qué me ha enviado mi hija a verla?

      -Me dijo que tiene usted problemas.

      -No solo problemas. Supongo que he caído en desgracia.”

      Sigue siendo, en la historia, una desgracia que se asume externa. El protagonista identifica el origen de tal pensamiento, y duda. “Supongo…”, dice, pero no afirma. La duda constituye sin embargo el primer paso del personaje a su caída en desgracia. La pérdida del orgullo y de la seguridad que sentía, de saber que la desgracia le era ajena por omisión, se vislumbran como el significado mismo de ésta.

       Sufre, después, la desgracia de que sean él y su hija víctimas de un grupo de hombres que la violan a ella y lo queman a él. Como añadido, los perros que él había cuidado mueren a tiros por esos mismos hombres, con total salvajismo y crueldad (contraponiendo el lugar en el que la amiga de su hija los ayudaba a morir), lo que afianza la desgracia que dejó entrar como duda en el fragmento antes citado.

       “Ay, ay, ay: ¿qué podrá ser? El secreto de Lucy; su desgracia.”

        A lo largo del resto de la novela, aquello que le hicieron los hombres a la hija acontece para ambos, padre e hija, como un asunto vetado de la casa. Una duda que sin embargo ambos alcanzan a notar por la gravedad de eso que se oculta. Ella no habla de eso, tan sólo se entrega a una desgracia lenta y mortífera, igual que él.

        “Prefiere ocultar la cara, y él sabe por qué. Es por la desgracia. Es por la vergüenza. Eso es lo que han conseguido los visitantes; eso es lo que le han hecho a esa mujer tan segura de sí, tan moderna, tan joven. Como una mancha, la historia se extiende por toda la provincia. No es la historia de Lucy la que se extiende, sino la de ellos: ellos son sus dueños. Así la han puesto en su sitio, así le han enseñado para qué sirve una mujer.”

        Lo anterior sitúa a la desgracia, en forma y fondo, como la imposición de unos otros que niegan la historia de ese a quien se imponen. Como él a su hija, intentando en vano saber el motivo de su dolor.

       En algún punto del segundo acto los animales se vuelven capitales para él y su forma de percibir el mundo (en respuesta, seguramente, al salvajismo con el que los perros fueron asesinados a la par del daño que recibió su hija). Se vuelve compasivo con estos y ayuda, en lo posible, a disminuir el dolor y la dificultad de sus decesos.

       “Agachan las orejas y bajan el rabo como si también ellos sintieran la desgracia de la muerte; se aferran al suelo y han de ser arrastrados o empujados o llevados en brazos hasta traspasar el umbral.”

       La desgracia sitúa al protagonista, por primera vez, en una posición compasiva: ha visto el horror de la muerte miserable y hace cuánto puede para dignificarla. Porque, cuando otro le ha quitado al ser sus posibilidades (y la imagen perfecta de ello es la muerte de los animales, indefensos en sus jaulas y sobre la mesa donde los “duermen”), él hacía cuanto podía por regresarles un poco. Devolverles algo de lo que les fue quitado. Cuando comprende el significado de lo que ello implica para con su hija, deja la casa (lo que comprende un punto capital para la historia, formando parte del tercer acto).

       La última vez que se hace mención a la desgracia, luego de todo el camino recorrido en la novela, ya con el protagonista de regreso a su antiguo mundo, ya no se trata de un concepto extranjero, ni de una duda, ni tampoco de un misterio silencioso y cargado de dolor. La desgracia, de repente, aparece para el protagonista como una certeza: no en la vida de su hija sino en la suya.

       “Estoy sumido en una desgracia de la que no será nada fácil que salga por mis propios medios. Y no es un castigo a cuyo cumplimiento yo me haya negado, al contrario. Ni siquiera he murmurado contra lo que me ha caído encima. Al contrario: estoy viviéndolo día a día, procurando aceptar mi desgracia como si fuera mi estado natural. ¿Cree usted que a Dios le parecerá suficiente que viva en la desgracia sin saber cuándo ha de terminar?”

       La desgracia es, pues, un concepto rector no sólo en el fondo (pues la historia se corresponde a una desgracia), sino en la forma (la caída, sutil y otras veces en picada), y Coetzee logra con la novela establecer un ensayo novelado, un diagnóstico del paso de ésta como un ente vivo a manos de quienes quitan, torturan, y de quienes a su vez son perpetradores como resultado de un sistema que se retroalimenta. La diferencia estriba para Coetzee, y de ahí que sea el protagonista quien logre tal hazaña en la historia, en asumirse desgraciado. Resulta capital ese estado de consciencia, tan lumínico entre tanta miseria y a tono con el estilo sobrio de la narración, pues resulta ser una declaración de intenciones ante la desgracia por parte del autor: se puede ir y volver, caer en desgracia, pero siempre, y eso es lo más importante, seguir.

Pintura: El descenso, Adrian Ghenie. 

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