Mis días en Shanghai

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«No puedo recordar si voy o vengo. Lo he pensado y me da igual, tal vez el regreso es sólo otra forma de partir. Y partir otra forma del regreso«.

Hawaii, Aura Estrada

Hacía años que no ponía un pie en la feria. Allá donde en cualquier otra hay luces de colores, juegos y payasos, en aquella era más o menos lo mismo: estantes iluminados con libros terribles, cojines para sentarse y leer bajo el refugio del aire acondicionado y autores que en sus historias no temen atacar al mundo pero que con gusto posan para una foto con todo y autógrafo. Ahí, perdido entre camino de árboles muertos ordenados en rectángulos de tres dimensiones, encontré una editorial que me hizo sucumbir como lo hace una vieja frente a una tienda de tejidos (o lo que sea que haga sucumbir a las viejas: nunca se sabe, conozco una que más bien buscaría algún prostíbulo para que le bailen).

     Hileras de apenas unos cuantos libros, con portadas de colores, acartonadas todas pero encubriendo algo, algo mucho más grande que ellas. Me puse a leer lo que decían en las contraportadas y, según entendí, todos eran los mejores libros del último siglo. Sin embargo, tres fueron los que alcanzaron a llamar suficiente mi atención (aunque por motivos caprichosos). Libros de cuento y relato de mujeres que escribían en habla hispana: una bella y curiosa joya a mi colección de gringos del siglo pasado y ancianas de cachondearía reprimida. Una señora se me acercó, diciendome que si gustaba una recomendación. «¿Qué has elegido?», me preguntó. Yo le dije «estos tres» y le mostré un abanico multicolor: uno gris con un pájaro en la portada, otro naranja con un rostro deformado y un último con un circulo que asomaba el rostro de un oso. «Los primeros dos son muy buenos», me dijo, ignorando al oso. Le pregunté qué opina de ese y me dijo «Es extraño, pero bueno. Acá te puedo recomendar otro.» Leí el que me recomendó (y no los que tomé), y me encantó. Pero algo me hizo decidirme por esos tres libros, incluso el que aquella señora negó con sumo cuidado. «Mis días en Shanghai», de Aura Estrada, es ese libro «extraño».

     Llegué a mi casa, luego de muchas vueltas viendo las atracciones para aficionados y turistas (ofertas casi siempre ficticias, presentaciones de autores anónimos cuyos libros se dejan en la primera página).  Devoré a prisa aquél otro libro, con el pájaro en la portada, soltándolo de vez en cuando con horror pero siguiendo hasta terminarlo con ansia. Me sentí tan trastocado que quise de inmediato empezar con el que seguía, que era el naranja, pero el oso acabó de llamarme más fuerte, o quizá es que simplemente me gustan más los osos que otras especies.

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Uno va y viene como las olas de una playa, de la que primero emergen sonrisas y luego en ella se sumergen eternas.

     Resultó que, al abrir el libro, me encontré con la conmovedora historia de un autora fallecida en su momento de despunte: con treinta años, cursando maestrías y doctorados en New York y siendo asistente de un premio nobel. Un currículum nada despreciable que fue consumido por una playa mexicana en una tarde. Como lo hace la muerte, siempre. Y yo, al comenzar a leer su interior, lo que ella había escrito, esperé la misma emoción y el mismo desasosiego del prólogo (escrito por su viudo). Sin embargo, me encontré con relatos curiosos (nada más), un aforismo sacado de un post-it pegado en el refrigerador (no encontré otra explicación la primera vez) y un par de ensayos que, si bien interesantes, no vi venir al caso en un libro de relatos.

     Lo dejé a un lado. Me dije «no, gracias», y no dudé en des-recomendarlo a quien me preguntaba qué tal mi lectura con ese libro. «¿Qué tal los cuentos?», «no, no son cuentos, es una mezcla rara». Al final me decidí por retomarlo cuando mi ansiaMis días en Shanghai, Aura Estrada de completísimo fue más grande que mi deseo por una buena lectura. ¡Oh, sorpresa! Me llevé las manos a la cara mientras leía el resto de los relatos y descubría (ahí la sorpresa) que recordaba las imágenes que ella había puesto en mi cabeza. Imágenes más o menos duraderas a la luz del rechazo, del tiempo y de otras lecturas. Aquél libro, que el viudo de la autora esperaba nos acompañara al dormir, logró su cometido conmigo: ¡se me grabó como aquél oso, aquél maldito oso de ojos negros, y ya no podía sacármelo!

    Releí fragmentos, me apropié de algunos que siendo suyos los sentí como salidos de mis manos, aunque su voz es tan suya que ni cómo ponerla en mis labios. Aura Estrada, con aquél libro póstumo, con esos cuentos inconexos, aforismos, ensayos y un par de poemas y crónicas logró lo que no creí posible: ser una experiencia. ¡Cómo olvidar que me rehusé a dejar de leerlo mientras los demás, en una mañana en mi escuela, se movían a prisa por culpa de un sismo! Y yo haciéndolo hasta que me dijeron «tienes que bajar con el resto». Tantos y tantos libros abiertos y cerrados sin sentir nada, ¡y viene esta muchacha a moverme las fibras sensibles sólo para decirme, ya desde el prólogo y en voz de su amor, que ya no diría nada más, que ya no escribiría otra vez!

Y por primera vez en mucho tiempo maldigo a la muerte por arrebatar del mundo a una persona cuyo futuro lucía prometedor. Preguntándome, al cerrar el libro y ver un retrato de Aura, con ella sonriendo, qué más nos pudo haber dado. Qué me pudo haber dado a mí. Qué emociones me privo la vida con su muerte, como con la de tantos autores.

Al final no m44estrada01e queda salvo admitir que, tras leerlo, siento una necesidad imperiosa. No vaya a ser que un día de estos, como cualquiera, muera y ya no pueda escribir. Y no por mí, sino por los otros. Los que, quizá desde hoy o quizá en un futuro, llevarán a la cama lo que hoy digo, como un sueño, y que olvidado o no, se quedará en sus pensamientos.

Gracias, Aura.

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