Oasis

Cuento publicado en Crónicas de Misantropía (Marzo, 2015.)

 No olvidaré aquel día de aburrimiento en que, curioso, encontré un blog que hablaba sobre cuestiones de género. Todo iba bien: derechos, obligaciones, respeto. Entonces, cerca del final, hubo algo que me desconcertó, tan así que lo leí tres veces (una vez por automatismo, dos por curiosidad, tres por franca incredulidad).

     “Nada hay tan machista como un hombre que invita un café a una mujer, así, nada más, creyéndose con derecho a hablarle, a pedirle que sea suya por un momento; a que, voluntariamente, decida objetivarse”.

     Me tallé los ojos esperando que quien me hubiese hecho la broma, espiándome quizá por la cámara, se detuviera. Deslicé el cursor, leyendo uno a uno los comentarios, sólo para asegurarme de que aquella no era una entrada fantasma. Y lo era, más o menos, porque aquello parecía sacado de un cuento: gente que, más o menos intensamente, apoyaba con vehemencia cada palabra. Algunos, incluso, se permitieron añadir un par de insultos; otros más recurrían a la parafernalia común, casi estandarizada: hijo del patriarcado, misógino, machista, hombre blanco – lo que de ningún modo me pareció un insulto -. Mentiría si pensara, por un momento, que yo comprendía lo que decían. Pude leer las letras y entender su significado, pero no el sentido; algo se me escapó las primeras dos veces (también la tercera).

     Al cabo de unos días, olvidé por completo la nota, o eso creí. Había estado trabajando hasta tarde todos los días y, apenas renuncié, decidí pasar por lo menos una noche en el café al que iba antes (cuando todo era más sencillo y una palabra significaba una sola cosa, sin depender del humor del emisario). Pasaré a gastar mi dinero, me dije contento, antes de que me quede pobre (y será pronto). Tomé el camión, sentándome junto a una chica de cabello rizado. La vi mientras ponía mi mochila sobre mis piernas, pues ella se recorrió un poco. Llevaba una mano pegada a su pierna y la otra junto a la ventana, con la mirada entre perdida y atenta, notando mi presencia. Volví a ver su cabello. Le llegaba hasta los hombros; castaña, con pecas, silenciosa.

     Carraspeé porque tenía tos, pero quizá también por los nervios.

— Disculpa — le dije, viendo que cada tanto me inspeccionaba con la vista.

— ¿Sí?

— ¿Te molesta mi mochila? Porque si es así …

— No — respondió cortante, luego dejó de verme; casi como si yo hubiese hecho magia, pues apenas hablé ella pareció desinteresarse. Si hubo un brillo alucinante, similar al del morbo que arde en la piel como sarpullido, se fue en ese instante. Ya no perdería nada, así que hablé.

— Espero no haberte molestado.

— No, está bien.

     Pasaron casi cincuenta minutos en que los dos, sin decir nada, nos ignoramos. Yo decidí sacar un libro que llevaba, lo abrí por la mitad (el separador se me cayó en algún lado) y me puse a leer. Ella volvió a mirarme; con su morbo, con su cabello abalanzándose hasta caer sobre la mochila, con sus pecas. Sus brillantes ojos avellana, viéndome de reojo.

— ¿Qué lees? — me preguntó.

— Cuentos.

— ¿De qué?

— De amor.

     Se acercó un poco más.

— ¿Quién los escribió? — inquirió, mientras escrudiñaba la portada. Yo se lo facilité —. Oh, ya, me gusta. He leído un par de ella.

— Este es el primero — dije encogiéndome de hombros —, apenas la descubrí, ¿tú crees?

— Jajá — río quedamente —. ¡Cómo crees! Ella lleva escribiendo muchísimos años.

— ¿Ah, sí? Pues yo no sabía.

— Sí, deberías leer… Oh, espera, creo que esa es mi parada. Busca “Lágrimas de amor” — dijo de repente.

— Está bien — dije haciéndome a un lado para que pasara. Entonces sus ojos se apoderaron de mí, y mi cuerpo pidió un poco más, rehusándose a no escucharla jamás —. Oye, ¿qué te parecería salir a tomar un café? — le pregunté sonriendo, entonces ella se transformó. En ese momento yo leía un cuento sobre una mujer extraña que asesinó a su marido porque había visto a otra mujer en el supermercado (ella le ayudaba a hacer las compras). Celosa al saber que no era la única en alimentarlo (su miedo le daba la certeza), los mató a los dos: al esposo y a la loca que le cocinaba. La chica de a un lado me pareció más o menos lo mismo.

— ¿Qué te hace pensar que quiero tomarme un café contigo? — respondió, ofendida.

— No entiendo. ¿No te gusta el café? A mí tampoco.

— Hablé contigo, sí, ¿pero qué te da derecho a pedirme eso?

— ¿Qué crees que dije? — pregunté alarmado.

— Me voy — cortó con fuerza, se dio la media vuelta y bajó, perdiéndose entre la multitud que andaba a prisa.

     Llegué temprano. Estaba solo. El aire tenía un ligero aroma a café, así que corrí a prisa hasta el segundo piso. El mesero me siguió aún con mayor rapidez, quizá creyendo que yo pensaba robarme algo. Cuando me vio de frente, ya junto a la mesa, dio un largo suspiro. Me reconoció al instante.

— Buenas noches.

— ¿Qué tal? Lo siento, es que…

— Sí, lo sé — me cortó de inmediato. Él sabe cuánto detesto aquél hedor. Incluso en ese momento, que apenas podía sentirlo, me contaminaba el olfato como lo hacen a la vista los anuncios con letras amarillas y fondos rojos.

     Al cabo de unos minutos volvió con una naranjada y unos nuggets de pollo. Me quedé pensando, largo rato, en qué pudo ser tan ofensivo. ¿Fue mi tono? ¿Mi cara? ¿Mi sola existencia? Quizá todo eso, y un poco más. Quizá lo que llevo a diario entre las piernas, o quizá porque soy blanco, pensé. El recuerdo de aquél blog me llegó como agua fría. ¡Tenían razón, maldita sea!

     Acabé de comer y decidí regresar caminando, al menos un tramo. Hacia viento (y el viento me gusta). Me detuve en una librería; entré sin demasiadas esperanzas. Lo primero que hice fue dirigirme al área de libros de bolsillo. Si se trataba de cuentos, no podía ser un libro muy grueso, pensé. Pasó media hora para cuando lo vi. Lo saqué del estante, abriéndolo por la mitad y notando, para mi quizá no tan suertuda suerte, que una persona me veía de reojo; era otra mujer. Me aparté unos pasos, entonces ella fue al pasillo que yo recorrí. Me alejé un par de estantes, y se quedó mirando en dirección a donde yo estaba. ¡Qué demonios pasa!, me dije.

     Salí de mi escondite, casi cinco minutos después, y no pude evitar interceptarla. No quise verla; ni su cabello con olor a hierbabuena, ni su falda larguísima, ni sus huaraches. Tampoco quise notar su mirada cuando no quedó más remedio que verle a la cara, pues la chica me detuvo, tomando el libro entre sus palmas.

— ¡Qué buen libro! — dijo, sonriéndome.

— Oh, sí, muy bueno — le dije.

— ¿Lo has leído?

— No, pero me lo recomendaron.

     Ella inclinó su cabeza de un modo sutil, como si yo fuese un espécimen por el cual sentir ternura y lastima al mismo tiempo.

— No puedo creer que aún no lo hayas leído.

— No eres la primera que lo dice — respondí molesto, pero ella se río, sacándome la risa por quién sabe dónde y quién sabe desde hacía cuánto. Para cuando noté que reía, estábamos en la caja registradora. ¡Así de poderosa era aquella mujer!

— ¿Y? — me preguntó cortante.

— ¿Qué?

— ¿Cómo que qué? Pues, ¿no me invitarás un café o algo?

— No me gusta el café — le dije de inmediato.

— Jajá, que gracioso.

— ¿Gracioso? — pensé mirándola con suspicacia.

— Sí, bueno, un té cuando menos.

— Sí, hoy no, recién comí, pero sí. ¿Te parece si me das tu numero?

     Ella dudó, luego ya no.

— Está bien. ¿Llamarás? — preguntó con tono inocente, casi soñador.

— Sí, sí, llamaré.

— Está bien. Adiós. Ya debo llegar.

     Me quedé de pie a la salida de la librería, pensando que nada de lo que había ocurrido ese día tuvo sentido, que una misma cosa significaba mil y que, al final, no hubo forma alguna en que yo supiera cómo acabaría todo.

     Pensé entonces en aquél cuento, el de la mujer que mató a su pareja y a la amante, y me pareció que al menos ella había sido clara en sus intenciones. “No comas nunca de otro plato, o te mato”, dijo al conocerlo. Y así fue; clara y directa hasta los intestinos, con precisión de cirujano. ¡Quiero una loca así!, me dije sacudiendo aquellas ideas de mi cabeza, haciéndolas resbalar por mi cuerpo. Las pecas se diluyeron en ácido, igual que los rizos y los huaraches. Mis pensamientos, como aquellas dos mujeres, me perturbaron en sueños.

Pintura: Michael Slusakowicz, Counting breaths

Texto publicado originalmente en Crónicas de MissAntropía.    

15 comentarios sobre “Oasis

  1. Muy buen relato, ha mantenido mi interés hasta el final. Pensé que quizá, por una de esas casualidades volvía a topar con la pecosa, pero era lógico que no fuera así;)

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    1. No, ¡no le eches la sal! De por sí, el pobre protagonista tiene una suerte de perro callejero que para qué te cuento. Mira que al final desear una loca que amenace con matarlo dice mucho del estado de las cosas jajaja.
      Un saludo muy grande 😀

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      1. Jajajaja pobrecito, será que tiene un alma un poco masoquista… O será que se ha enamorado, y el enamorado, aunque no lo nota, poco a poco se vuelve idiota.

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      2. Bueno, la pecosa más que loca, a mí me pareció a la defensiva, quizá porque cafés pasados habían sido para ella tan malas experiencias que enloquecía solo de pensar en otra invitación de otro desconocido cualquiera.

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      3. Nadie dijo que la locura surja por generación espontanea jajaja. Pero ya, fuera de toda broma, vivimos en un mundo esquizofrenico, donde uno ya no sabe ni qué hacer ni qué decir para no ofender a los otros. Estamos, pues, en la epoca de la envoltura y la coraza: amamos que nos vean, lo necesitamos, pero apenas alguien intenta acercarse, lo apartamos de golpe con nuestras espinas. Somos como rosales que se sienten libres pero añoran estar en un jardín privado. Está difícil esta realidad, si me lo preguntas.

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      4. Parece que me hayas contado el cuento de esta semana del caracol y el rosal jajajajajaja
        Y ahora también en serio, estoy totalmente de acuerdo contigo en que hablar con los demás se ha convertido en una tarea harto difícil, porque puedes ofender a alguien sin siquiera ser consciente de que puedes llegar a hacerlo y dar tu simple punto de vista, que no tiene porque ser extremo, puede ser causa del peor de los ostracismos. El diálogo y los puntos de vista diferentes, que antes enriquecían, se están convirtiendo en un «a ver qué leches digo ahora para tener contento a este» . A menudo puedes preferir callar o decir algo políticamente correcto para evitar males mayores y acabas aislándote, que es más fácil.

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      5. Y eso se traduce también es decir cosas políticamente correctas (¿recuerdas mi guía para escribir cuentos posmodernos?). Es algo que ciertamente me preocupa, porque aunque si bien es cierto que el dialogo debe intentarse, muchas veces – muchas en verdad – no funciona para nada.

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      6. ¡Claro que recuerdo tu guía! La reducción al absurdo. La nada inexpresiva vacía de contenido que llena cada uno con lo que quiere y da como resultado un encefalograma plano de pensamientos únicos e inamovibles.
        Y cierto, la mayor parte de las veces el diálogo suele degenerar en monólogo o, directamente en insulto. ¿Qué tal montar un blog políticamente incorrecto para generar polémica? Lo podemos llamar «Abogado del diablo» y allí podemos discutir y defender lo indiscutible e indefendible. Sería como recuperar la esencia sofista y el arte de convencer con la palabra 😀 😀 😀 😀

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  2. Mucha suerte tuvo el protagonista. Al final, la esquiva le empujo hacia el camino de la chica de la falda larga. A veces, se pierde para ganar. Otras se pierde y punto.
    Si tengo que elegir, siempre es mejor la locura. Esa, con la que el mundo se empeña en darte nombre porque no entiende que no te ajustes a lo que ellos esperan. Pensar demasiado, darle un sentido a todo, le quita el sentido, el misterio de la vida. Y si que es cierto, que estamos un poco obsesionados con no hacer daño y que no nos hagan daño, cuando eso es inevitable, y además sin el dolor no sentiríamos, seríamos polvo. 😛
    ¡Arriba lo políticamente incorrecto!

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    1. ¡Arriba! Recuperemos la socialización en donde no teníamos miedo de ofender a otro sólo porque no le gusta nuestro tono o cómo nos referimos a ellos. Total, si se enojan demasiado y el dialogo es imposible, pues, ¡a volar! Que hay miles de millones más como ellos en esta tierra.

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  3. Y eso que ya no estamos en las épocas de los protocolos y la cortesía medievales. No creo que la convivencia haya sido nunca natural y sin tantos tapujos, es sólo que ahora existen nuevas y más ridículas correcciones políticas.
    Después de tener nuestra plática de género del otro día, ahora creo que entiendo mejor este texto (:

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